Actualidad

  • LLamados a ser comunidad

    13 junio 2017

    Mensaje de los obispos de la Comisión Episcopal de Pastoral Social para el Día de Caridad

    En la fiesta del Corpus Christi, los cristianos adoramos la presencia real de Jesucristo muerto y resucitado por nuestra salvación bajo las especies sacramentales del pan y del vino consagrados. En este día acogemos la invitación de Cáritas a crecer como comunidad de hermanos y a participar en la Eucaristía, sacramento de comunión con Dios y con nuestros semejantes. De este modo, cuantos comemos de un mismo pan no sólo somos invitados a formar un solo cuerpo, sino a crecer en la espiritualidad de comunión que dé sentido y anime nuestro compromiso social en favor de los que sufren. Vivamos en comunión Con el lema “Llamados a ser comunidad”, Cáritas nos invita en su campaña institucional a poner el foco de atención en la dimensión comunitaria de nuestro ser, como eje fundamental de nuestro hacer al servicio del Reino de Dios y del proyecto de transformación social en el que estamos empeñados en el ejercicio de la caridad. El redescubrimiento de nuestro ser comunitario es el punto de partida para superar nuestros intereses individuales, los comportamientos autorreferenciales y colaborar con el Señor en la construcción de un mundo en el que la experiencia del amor de Dios nos permita vivir la comunión y construir una sociedad más justa y fraterna. La comunidad, nos recuerda Cáritas,[1] es el ámbito donde podemos acompañar y ser acompañados, donde podemos generar presencia, cercanía y un estilo de vida donde el que el que sufre encuentre consuelo, el que tiene sed descubra fuentes para saciarse y el que se siente excluido experimente acogida y cariño. En la comunidad podemos responder al mandato de Jesús, que nos mandó dar de comer al hambriento (Mc 6,37) y podemos implicarnos en el desarrollo integral de los pobres, buscando los medios adecuados para solucionar las causas estructurales de la pobreza.[2] Sólo así podremos encontrar salidas a nuestra realidad social, más centrada en la búsqueda de intereses egoístas, en la agresividad ideológica y en la permanente descalificación del otro que en el descubrimiento de lo que nos une y nos enriquece a pesar de las legítimas diferencias.[3] Cultivemos la espiritualidad de comunión Ahora bien, si queremos ser ámbito de comunión y constructores de comunidad, necesitamos cultivar una verdadera espiritualidad de comunión al estilo de aquellos primeros cristianos que vivían unidos y lo tenían todo en común, porque eran asiduos en la enseñanza de los apóstoles y en la fracción del pan[4]. San Juan Pablo II nos describía con gran profundidad las características de esta espiritualidad de comunión, al comenzar el presente milenio: “Espiritualidad de comunión significa ante todo una mirada del corazón hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado”. “Espiritualidad de comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como “uno que me pertenece”, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad”. “Espiritualidad de comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un “don para mí”. Además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente”.[5] Promovamos cauces para vivir la comunión con los que sufren A la luz de este texto y con la mirada puesta en nuestra realidad eclesial y social, queremos señalar algunas de las implicaciones que demanda de todos nosotros una verdadera espiritualidad de comunión con los que sufren: Comunión y dignidad humana La espiritualidad de comunión nos exige descubrir nuestra identidad y nuestra dignidad personal. Esta dignidad no se sustenta en factores económicos, en razones étnicas, en cuotas de poder ni en fluctuantes acuerdos humanos. Su fundamento radica en el misterio de la Trinidad que nos habita y nos constituye como imagen suya. Somos seres nacidos de la comunión y hechos para la comunión. Cuando eso falla, y este es uno de los vacíos de la cultura actual, la cuestión social se convierte en una cuestión antropológica[6] y el mayor problema no está sólo en la pobreza, sino en la pérdida de la dignidad humana que se esconde detrás de la pobreza y que afecta a quienes la sufren y a quienes la generan. Comunión y cuidado de la casa común La espiritualidad de comunión nos sensibiliza sobre la importancia de sentirnos solidarios con la realidad global de nuestro mundo, sabiendo que el cuidado de nuestra vida, de las relaciones con la naturaleza y de la casa común es inseparable de la justicia, la fraternidad y la fidelidad a los demás.[7] En consecuencia, nos empuja a tener un corazón abierto y universal para acoger a todos -especialmente a los excluidos, los descartados, los migrantes, los refugiados- y para integrarlos en nuestra comunidad haciéndolos partícipes de ella con todos sus derechos y con todas sus potencialidades. Comunión y desarrollo humano integral La espiritualidad de comunión nos lleva a vivir el servicio de la caridad como un servicio al desarrollo humano integral. No estamos en el mundo sólo para dar pan o para promover un simple desarrollo económico. Como Jesús en el desierto, hemos de tener siempre presente que “no sólo de pan vive el hombre” (Cfr Mt 4,4). Además de pan, necesitamos “Palabra”, relación, comunicación, comunión y sentido. Necesitamos a Dios y nos necesitamos unos a otros. Por eso, decimos que estamos al servicio del desarrollo humano integral, para “promover a todos los hombres y a todo el hombre”, como formuló el beato Pablo VI (PP n.14). Precisamos un desarrollo que integre a todos los pueblos de la tierra, que integre la dimensión individual y comunitaria, la dimensión corporal y espiritual del ser humano, sin absolutizar al individuo ni masificarlo, sin reducir el desarrollo al crecimiento económico y sin excluir a Dios de la vida del hombre.[8] Comunión y compromiso transformador La comunión con los que sufren a causa de la marginación y la exclusión nos mueve a reaccionar ante las injusticias sabiendo que no es suficiente atender a las víctimas. Es necesario incidir en el cambio de las reglas de juego del sistema económico-social. Como dice el papa Francisco, “imitar al buen samaritano no es suficiente […], es necesario actuar antes de que el hombre se encuentre con los ladrones, combatiendo las estructuras de pecado que producen ladrones y víctimas”.[9] Y para esto no basta transformar las estructuras. Necesitamos dejarnos afectar por los pobres y desde ellos transformar también nuestros criterios y actitudes, nuestro modo de pensar y de vivir.[10] Comunión y economía solidaria Nos preocupa la sociedad centrada en el dios dinero y sentimos la necesidad de seguir abriendo caminos a otra economía al servicio de la persona que promueva al mismo tiempo la inclusión social de los pobres y la consolidación de un trabajo decente como expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer[11]. Nuestras Cáritas tienen ya un fecundo recorrido en este campo. Con ellas, “creemos que es un momento propicio para revisar este camino y dejarnos confrontar e iluminar por la fe y la doctrina social de la Iglesia de modo que, en la medida de nuestras posibilidades, respondamos a la economía que mata promoviendo otra que da vida”[12]. Como hemos manifestado en otras ocasiones, “la reducción de las desigualdades […] no puede dejarse en manos de las fuerzas ciegas del mercado. Es necesario dar paso a una economía de comunión, a experiencias de economía social que favorezcan el acceso a los bienes y a un reparto más justo de los recursos”.[13] Comunión y espiritualidad de ojos abiertos Por último, la comunión con el Espíritu que movió a Jesús a hacer de su vida una vida para los demás y una buena noticia para los pobres. Hoy hemos de ser conscientes de que no toda espiritualidad sirve para el compromiso caritativo y social. Lo ha dicho Francisco: “No sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón”.[14] Lo hemos repetido nosotros en La Iglesia, servidora de los pobres (nn. 37-38). Nuestra mística ha de ser una mística de ojos abiertos a Dios y a los hermanos, no una mística sin nombre y sin rostro, como algunas de moda.[15] Una mística buscadora de rostros, al estilo de Jesús, que se adelanta a ver el rostro de los oprimidos, sale al encuentro de los que sufren y es buena noticia para los pobres (Cfr Lc 4,16-19). Conclusión Desde este horizonte de posibilidades que nos ofrece la espiritualidad de comunión, nos acercamos hoy al sacramento de la Eucaristía: -Él es la fuente de nuestra comunión con Cristo y con los hermanos. -En él nos acogemos y valoramos como miembros de un mismo cuerpo. -Con él podemos hacer de nuestra vida una vida entregada por los otros.[16] -Por él el Espíritu del crucificado resucitado se hace vivo entre nosotros. Que la Eucaristía, cuerpo entregado y sangre derramada de Jesús para la vida del mundo, nos ayude cada día a descubrir que el acercarnos a la misma mesa para comer el pan eucarístico nos obliga a compartir el proyecto de Dios de lograr una vida digna y un desarrollo humano integral para todos. Madrid, 15 de mayo de 2017 Comisión Episcopal de Pastoral Social Conferencia Episcopal Española

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  • Monjas y Monasterios

    7 junio 2017

    Escrito semanal del Sr. Arzobispo de Toledo, D. Braulio Rodríguez Plaza

    En el domingo de la Santísima Trinidad la Iglesia diocesana ora y debe preocuparse por las Monjas de Clausura; también por los Monjes que viven en san Bernardo, monasterio de Ntra. Sra. de Monte Sion en Toledo. Los Monasterios de Monjas son más de 40 en la Diócesis. ¿Cómo preocuparnos por las hermanas que aquí ofrecen su vida por la Iglesia, siguiendo a Cristo Esposo de esa manera peculiar de la vida contemplativa? Sin duda alguna, sería saludable para los católicos conocer los distintos monasterios, porque muchos los desconocen por completo y el desconocimiento lleva consigo no amarlos y no apreciarlos. Habría, pues, que empezar por ahí. Después, urge conocer el “genio” de la vida de los contemplativos. En la Iglesia no todos sus miembros tienen la misma función (cfr. Rom 12, 4); pero, según el Vaticano II, ocupan un lugar eminente “los Institutos destinados por entero a la contemplación, es decir, aquellos cuyos miembros se dedican solamente a Dios en la soledad y el silencio, en la oración constante y la penitencia generosa. En efecto, ofrecen a Dios un señalado sacrificio de alabanza, ilustran al Pueblo de Dios con frutos muy ricos de santidad y lo edifican con su testimonio e incluso contribuyen a su desarrollo a través de una misteriosa fecundidad” (Decreto Perfectae Caritatis, 7). Mientras la realidad de la vida contemplativa no se aprecie en su justo valor, las Monjas nos parecerán siempre personas raras, que llevan una vida extraña, o las tendremos solo por mujeres que rezan a Dios por nosotros y nos resguardan de peligros concretos, como pararrayos contra una supuesta ira de Dios. Son entonces “esas monjitas buenas” que las queremos porque están en mi pueblo, en mi barrio o en mi calle, y se les aprecia. Pero sin entrar ni en las dificultades que tienen, en tantos casos por falta de vocaciones, ni qué tesoro puede perder la Iglesia si no hay vida contemplativa. Frente al “ateísmo práctico” de tantos en nuestra sociedad, que están absorbidos por las cosas de acá y tienen a “Dios” como palabra sin sentido, es necesario reconocer que unas personas, las contemplativas, “dedicadas por entero a Dios en la soledad y el silencio”, significan ir derechos a Dios como realidad realísima que llena por entero el corazón humano y lo rebosa. El contemplativo, sea hombre o mujer, no se desinteresa del prójimo y de todo lo realmente humano. Desde el silencio, además, pueden las palabras recobrar su sustancia, liberarnos y hacernos entrar en comunicación con los demás. Los contemplativos, a través de su entera existencia, dan testimonio de que Dios es mayor que cualquier otra realidad. ¿Cómo, pues, no pedir a Dios que haya jóvenes que se sientan atraídos por esta forma de vida cristiana que son las Monjas de Clausura? No sé hasta qué punto los católicos estamos preocupados por la falta de vocaciones para la vida contemplativa en nuestra Diócesis. Es problema de todos. Bien sé que en la ciudad de Toledo hay muchos que se preocupan seriamente por el futuro de los muchos monasterios que aquí existen. Pero no todo el que escribe sobre el futuro de estas casas de contemplación está preocupado por las Monjas y el valor del testimonio de su vida. Su preocupación es otra y se puede describir de este modo: “¿Qué pasará con lo que hay en esos monasterios, si las Hermanas se acaban o no pueden sostener esos recintos tan valiosos, sin duda, desde el punto de vista del patrimonio?”. A estas personas yo quisiera exhortarles a que consideraran que un Monasterio sin Monjas, pierde su significación y se convierte en “museo”, algo tal vez valioso, pero “muerto”, que sólo suscita cosa pasada, no viva. Y ellas, las Monjas, merecen otra cosa. Braulio Rodríguez Plaza Arzobispo de Toledo y Primado de España

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  • Pentecostés

    1 junio 2017

    Escrito semanal del Sr. Arzobispo de Toledo, D. Braulio Rodríguez Plaza

    Hablemos de la presencia de Cristo en la Iglesia hoy, pues ascendiendo al cielo, nos ha enviado desde el Padre al Santo Espíritu. Pensemos primero en estas palabras de Jesús en Jn 16, 16: “Dentro de poco ya no me veréis, pero dentro de otro poco me volveréis a ver”. Él se va y vuelve, y del hecho de que Cristo deja este mundo y vuelve al Padre se pueden sacar lecciones muy distintas. Si leemos el Evangelio, vemos que en la primera etapa de su ministerio, nuestro Señor hace entender a sus discípulos que cuando él se vaya, será un dolor para ellos y harán duelo. Pero en las palabras que siguen al texto citado de san Juan, dichas cuando estaba a punto de irse de este mundo, dice: “Pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría” (Jn 16, 22). Dice incluso Jesús: “Os conviene que yo me vaya”. Es más, promete que no nos dejará huérfanos, como diciendo “yo volveré a vosotros, y me veréis”. ¿Cómo explicar todas estas palabras del Señor? ¿Cómo compaginar que la marcha de Cristo al Padre sea un dolor porque implica su ausencia, y una alegría porque implica su presencia? En efecto, este es nuestro estado en la situación presente; hemos perdido a Cristo y lo hemos encontrado; no lo vemos, pero lo podemos barruntar. Nos abrazamos a sus pies y Él nos dice: “No me toques”. ¿Cómo es esto? Es así: hemos perdido la percepción sensible y consciente de Cristo; no le vemos, no le oímos, no podemos hablar con Él, ir tras Él de un lado al otro, pero gozamos de una visión y posesión de Él espiritual (según el Espíritu), inmaterial, interna, mental, real; una posesión más real y más presente que la que tuvieron los Apóstoles en los días de su Encarnación antes de resucitar. ¿Cómo explicar este misterio? Primero, que realmente Cristo está con nosotros ahora. Es algo que Él dice expresamente: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Y todavía dice más: “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Pero alguno pensará: “Claro, es que está presente como Dios”. Por supuesto, pero lo que nos promete es a Cristo, Dios y hombre verdadero. Por lo tanto, si promete volver de nuevo, habrá que entender que volverá de nuevo como hombre; esto es, en el único sentido que podrá volver. Me parecen muy interesantes las palabras del Cardenal J.H. Newman, cuando habla de la presencia de Cristo en la Iglesia. Dice él: “Quizá queráis explicar así sus palabras: ha vuelto, sí, pero en su Espíritu; esto es, su Espíritu ha venido, en lugar de Él, y cuando se dice que Él está con nosotros, eso quiere decir que su Espíritu está con nosotros. Sin duda, nadie negará esa verdad tan consoladora llena de bondad de que el Espíritu Santo ha venido” (Sermones parroquiales/6, n. 10) El beato Cardenal sigue preguntando ¿por qué ha venido el Espíritu? ¿Para sustituir la presencia de Cristo, o para suplir su ausencia? No, más bien para obtener su presencia ahora, es decir, para hacer presente a Cristo. No supongamos ni por un momento que Dios Espíritu Santo viene para que Dios Hijo permanezca ausente. No; el Espíritu no ha venido para que el Hijo deje de venir, sino que más bien Él viene para que Cristo venga en su venida. Pentecostés quiere decir: mediante el Espíritu Santo tenemos nosotros comunión con el Padre y con el Hijo. “En Cristo, dice san Pablo, también vosotros entráis a formar parte del edificio para ser morada de Dios por el Espíritu” (Ef 2, 22). Esta es la importancia de Pentecostés, fiesta de la Iglesia, en la que el Espíritu nos da capacidad para seguir a Cristo, cada uno según su vocación en la Iglesia. Braulio Rodríguez Plaza Arzobispo de Toledo y Primado de España

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