Actualidad

  • La importancia de que haya perdón

    9 noviembre 2016

    Escrito semanal del Sr. Arzobispo deToledo, D. Braulio Rodríguez Plaza

    Estamos acabando el Año de la Misericordia, abierto por el Papa Francisco el 8 de diciembre de 2015, y que él mismo clausurará el domingo 20 de noviembre próximo. Antes, el domingo 13 será el final de este año de gracia del Señor en nuestra Catedral. Quisiera referirme a un aspecto de este Año de la Misericordia que, subrayado constantemente por el Papa, puede desaparecer de nuestra memoria, si no lo retenemos: la alegría que experimenta la persona que se encuentra con Jesucristo que le perdona. Sobre todo si a ese encuentro misericordioso con Jesús ha contribuido el anuncio del Señor que hayamos podido hacer los que ya conocemos a Cristo; bien por nuestro acercamiento a la situación de los que estaban alejados de Dios, en las periferias existenciales lejos del Evangelio y su alegría, bien por otros muchos medios de los que se vale el Señor para ello. Hay personas que te dicen: ¡Ojalá tuviera yo tu fe! ¿Qué sabemos, en efecto, muchas veces lo que significa una vida sin fe, una persona que quisiera dar sentido a su vida y no sabe o no puede? ¿Por qué no ha encontrado un verdadero cristiano que con su vida atrayente haya facilitado el acceso a Dios? Para mí, cuando una persona me dice que no cree, casi no sé qué decirle, porque es una sensación, una vivencia que yo no he tenido: siempre he creído en Dios y no he tenido dudas serias de fe. Me impresionan, pues, películas como Las Horas (2002), de Stephen Daldry, que trata de tres mujeres que buscan ansiosamente el sentido a su vida. En un momento, una de las protagonistas, que cuenta a otra su intento de suicidio y del abandono de su familia, dice: -Quizá sería maravilloso decir que te arrepientes… Sería fácil… ¿Pero tendría sentido? ¿Acaso puedes arrepentirte cuando no hay alternativa? No pude soportarlo, y ya está…Nadie va a perdonarme. Era la muerte, y yo elegí la vida. Lo terrible es que en el horizonte asfixiante de la película no hay a posibilidad de perdón, y sobre todo, no hay a quien pedir perdón, y por ello posibilidad de arrepentimiento. Pero desde este trasfondo, que muestra a una parte considerable de nuestro mundo, el hombre y la mujer de hoy, sin embargo, podrían redescubrir la gran noticia que es el Evangelio del perdón. Nuestro grito sería: ¡el perdón existe, es posible! ¿Hay quien puede perdonarlo todo! Y no solo puede hacerlo, sino que lo hace. Lo que ha dicho el Papa Francisco a lo largo de todo este año es que la experiencia cristiana es la experiencia de haber sido perdonado, de raíz, y de cómo ese perdón abre la posibilidad de una vida nueva. Y por eso es tan necesario que, desde esa experiencia de ser perdonado, podamos llegar a los que no saben esto, acercarse a ellos, no juzgar su situación y hablarles del perdón. ¡Cuántas vidas perdonadas, cuántas personas que han descubierto a Dios en este año encontrándose con Cristo en el perdón y la misericordia! En adelante no deberíamos olvidar esta faceta de la vida del cristiano: no hemos de quedarnos simplemente en buscar la verdad en una buena formación llegando a una claridad de nuestra fe, sino que, viviendo la caridad de Cristo en la verdad, acercarse al que sufre sin juzgarle y anunciarle la alegría del Evangelio. El abrazo gratuito e incondicional de Jesús, ese encuentro con Él y con su perdón en el sacramento de la Penitencia, a través de la figura del sacerdote que perdona en nombre de Dios, es algo inaudito, bellísimo y alcance de nuestro corazón. Descubrir esa posibilidad de experimentar el amor de Cristo a quien lo desconoce, a quien no sabe a quién acudir para ser perdonado, es un servicio impagable a la humanidad y a quien está herido al borde del camino. Les invito a leer despacio los números 1422 al 1498 del Catecismo de la Iglesia Católica. En esos números se explica en qué consiste el sacramento de la reconciliación. Es un buen ejercicio para acabar el Año de la Misericordia, ese regalo de la Iglesia a la humanidad de la mano del Papa Francisco. +Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Toledo Primado de España

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  • Jubileo de los reclusos

    6 noviembre 2016

    Homilía del Santo Padre en la Basilíca de San Pedro con motivo del Jubileo de los reclusos

    El mensaje que la Palabra de Dios quiere comunicarnos hoy es ciertamente de esperanza. Uno de los siete hermanos condenados a muerte por el rey Antíoco Epífanes dice: «Dios mismo nos resucitará» (2M 7,14). Estas palabras manifiestan la fe de aquellos mártires que, no obstante los sufrimientos y las torturas, tienen la fuerza para mirar más allá. Una fe que, mientras reconoce en Dios la fuente de la esperanza, muestra el deseo de alcanzar una vida nueva. Del mismo modo, en el Evangelio, hemos escuchado cómo Jesús con una respuesta simple pero perfecta elimina toda la casuística banal que los saduceos le habían presentado. Su expresión: «No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos» (Lc 20,38), revela el verdadero rostro del Padre, que desea sólo la vida de todos sus hijos. La esperanza de renacer a una vida nueva, por tanto, es lo que estamos llamados a asumir para ser fieles a la enseñanza de Jesús. La esperanza es don de Dios. Está ubicada en lo más profundo del corazón de cada persona para que pueda iluminar con su luz el presente, muchas veces turbado y ofuscado por tantas situaciones que conllevan tristeza y dolor. Tenemos necesidad de fortalecer cada vez más las raíces de nuestra esperanza, para que puedan dar fruto. En primer lugar, la certeza de la presencia y de la compasión de Dios, no obstante el mal que hemos cometido. No existe lugar en nuestro corazón que no pueda ser alcanzado por el amor de Dios. Donde hay una persona que se ha equivocado, allí se hace presente con más fuerza la misericordia del Padre, para suscitar arrepentimiento, perdón, reconciliación. Hoy celebramos el Jubileo de la Misericordia para vosotros y con vosotros, hermanos y hermanas reclusos. Y es con esta expresión de amor de Dios, la misericordia, que sentimos la necesidad de confrontarnos. Ciertamente, la falta de respeto por la ley conlleva la condena, y la privación de libertad es la forma más dura de descontar una pena, porque toca la persona en su núcleo más íntimo. Y todavía así, la esperanza no puede perderse. Una cosa es lo que merecemos por el mal que hicimos, y otra cosa distinta es el «respiro» de la esperanza, que no puede sofocarlo nada ni nadie. Nuestro corazón siempre espera el bien; se lo debemos a la misericordia con la que Dios nos sale al encuentro sin abandonarnos jamás (cf. san Agustín, Sermo 254,1). En la carta a los Romanos, el apóstol Pablo habla de Dios como del «Dios de la esperanza» (Rm 15,13). Es como si nos quisiera decir que también Dios espera; y por paradójico que pueda parecer, es así: Dios espera. Su misericordia no lo deja tranquilo. Es como el Padre de la parábola, que espera siempre el regreso del hijo que se ha equivocado (cf. Lc 15,11-32). No existe tregua ni reposo para Dios hasta que no ha encontrado la oveja descarriada (cf. Lc 15,5). Por tanto, si Dios espera, entonces la esperanza no se le puede quitar a nadie, porque es la fuerza para seguir adelante; la tensión hacia el futuro para transformar la vida; el estímulo para el mañana, de modo que el amor con el que, a pesar de todo, nos ama, pueda ser un nuevo camino… En definitiva, la esperanza es la prueba interior de la fuerza de la misericordia de Dios, que nos pide mirar hacia adelante y vencer la atracción hacia el mal y el pecado con la fe y la confianza en él. Queridos reclusos, es el día de vuestro Jubileo. Que hoy, ante el Señor, vuestra esperanza se encienda. El Jubileo, por su misma naturaleza, lleva consigo el anuncio de la liberación (cf. Lv 25,39-46). No depende de mí poderla conceder, pero suscitar el deseo de la verdadera libertad en cada uno de vosotros es una tarea a la que la Iglesia no puede renunciar. A veces, una cierta hipocresía lleva a ver sólo en vosotros personas que se han equivocado, para las que el único camino es la cárcel. No se piensa en la posibilidad de cambiar de vida, hay poca confianza en la rehabilitación. Pero de este modo se olvida que todos somos pecadores y, muchas veces, somos prisioneros sin darnos cuenta. Cuando se permanece encerrados en los propios prejuicios, o se es esclavo de los ídolos de un falso bienestar, cuando uno se mueve dentro de esquemas ideológicos o absolutiza leyes de mercado que aplastan a las personas, en realidad no se hace otra cosa que estar entre las estrechas paredes de la celda del individualismo y de la autosuficiencia, privados de la verdad que genera la libertad. Y señalar con el dedo a quien se ha equivocado no puede ser una excusa para esconder las propias contradicciones. Sabemos que ante Dios nadie puede considerarse justo (cf. Rm 2,1-11). Pero nadie puede vivir sin la certeza de encontrar el perdón. El ladrón arrepentido, crucificado junto a Jesús, lo ha acompañado en el paraíso (cf. Lc 23,43). Ninguno de vosotros, por tanto, se encierre en el pasado. La historia pasada, aunque lo quisiéramos, no puede ser escrita de nuevo. Pero la historia que inicia hoy, y que mira al futuro, está todavía sin escribir, con la gracia de Dios y con vuestra responsabilidad personal. Aprendiendo de los errores del pasado, se puede abrir un nuevo capítulo de la vida. No caigamos en la tentación de pensar que no podemos ser perdonados. Ante cualquier cosa, pequeña o grande, que nos reproche el corazón, sólo debemos poner nuestra confianza en su misericordia, pues «Dios es mayor que nuestro corazón» (1Jn 3,20). La fe, incluso si es pequeña como un grano de mostaza, es capaz de mover montañas (cf. Mt 17,20). Cuantas veces la fuerza de la fe ha permitido pronunciar la palabra perdón en condiciones humanamente imposibles. Personas que han padecido violencias y abusos en sí mismas o en sus seres queridos o en sus bienes. Sólo la fuerza de Dios, la misericordia, puede curar ciertas heridas. Y donde se responde a la violencia con el perdón, allí también el amor que derrota toda forma de mal puede conquistar el corazón de quien se ha equivocado. Y así, entre las víctimas y entre los culpables, Dios suscita auténticos testimonios y obreros de la misericordia. Hoy veneramos a la Virgen María en esta imagen que la representa como una Madre que tiene en sus brazos a Jesús con una cadena rota, las cadenas de la esclavitud y de la prisión. Que ella dirija a cada uno de vosotros su mirada materna, haga surgir de vuestro corazón la fuerza de la esperanza para vivir una vida nueva y digna en plena libertad y en el servicio del prójimo.

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  • ¿Nos sobran los santos?

    3 noviembre 2016

    Escrito semanal del Sr. Arzobispo de Toledo, D. Braulio Rodríguez Plaza

    Sin negar la posibilidad de vivir la fiesta del 1 de noviembre llenándola de máscaras que parecen reírse de la muerte de manera desenfadada o de temor y desesperanza en la que no cabe la fe en la resurrección de los muertos, la Iglesia Católica abre el mes de noviembre con la gran fiesta de Todos los Santos. La liturgia de este día ha sido un cántico de alabanza a Dios que en sus elegidos ha obrado la maravilla de la santificación. Respondiendo valientemente a la llamada de Dios, los santos gozan del premio eterno, son intercesores nuestros, ejemplo de fidelidad y fortaleza para nuestra debilidad e igualmente para nuestro deseo de ser cristianos de verdad. Los santos vencen y convencen. La Sagrada Escritura una y otra vez el recuerdo de “nuestros padres”, los antepasados. Son los santos del Antiguo Testamento –Abrahán, Isaac, Jacob, José, David, Tobías, Job-, son presentados, también por el Nuevo Testamento, como ejemplo de fidelidad, de perseverancia, como ánimo para la paciencia y la lucha. Por esta razón, los cristianos no hacemos, pues, la víspera del 1 de noviembre una parodia de la muerte, con manifestaciones no precisamente bellas de un aquelarre de cadáveres o escenas de miedo, que no sé si dan ganas de reír o llorar por la banalidad a la que se somete la muerte. Preferimos fijarnos en el triunfo y la alegría que la vida de resucitados trae en nuestras vidas por Jesucristo, triunfante en sus santos. Si preguntáramos a la gente: ¿qué espera usted de la muerte?, muchos contestarían: “Nada”. Pues no es así entre los cristianos. La prueba es que el día 2 de noviembre y todo este mes, ofrecemos por los fieles difuntos, los nuestros, sufragios, oraciones y sobre todo, la Santa Misa. Es que creemos que Jesucristo ha resucitado y pedimos en noviembre y en todo tiempo por nuestros hermanos que durmieron con la esperanza de la Resurrección. “El máximo enigma de la vida humana es la muerte –decía hace 50 años el Concilio Vaticano II-. Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre (…) Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte” (Gaudium et spes, 18). Poco a poco Dios ha ido revelando el significado de esa realidad que es la muerte hasta llegar a la revelación definitiva, pero no por eso menos misteriosa, en y por la resurrección de Jesucristo. Todo lo que podemos decir en cristiano acerca de la muerte lo debemos referir a la muerte de Cristo. En ella advertimos una dimensión personal, ya que Cristo asumió libremente la muerte, una dimensión comunitaria puesto que Él murió por nosotros, por todos los hombres y una relación con la misma muerte porque Él triunfó totalmente sobre su poder. Si nos fijamos bien en los funerales cristianos, la esperanza cierta de la Resurrección es uno de los temas tratados con más fuerza. Las lecturas bíblicas, las antífonas y las oraciones constantemente expresan la confianza en la resurrección de los muertos. El mismo enterramiento esconde este significado profundo: la Iglesia deposita el cuerpo del difunto en las entrañas de la madre tierra, como el agricultor siembra en el surco la semilla, con la esperanza de que un día renacerá con más fuerza, convertido en un cuerpo transfigurado y glorioso (cfr. 1Cor 15, 42-49). Este rito simbólico nada tiene que ver con la fealdad de Halloween, una parodia de lo que es la muerte con fines consumistas. Nada tenemos en contra de desfiles de máscaras, de fiestas o encuentros y visitas de acá para allá, pero esa manera de entender la muerte nada tiene que ver con la esperanza cristiana y la fe en la resurrección de los muertos. Braulio Rodríguez Plaza Arzobispo de Toledo y Primado de España

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