¿Nos sobran los santos?
3 noviembre 2016
Escrito semanal del Sr. Arzobispo de Toledo, D. Braulio Rodríguez Plaza
Sin negar la posibilidad de vivir la fiesta del 1 de noviembre llenándola de máscaras que parecen reírse de la muerte de manera desenfadada o de temor y desesperanza en la que no cabe la fe en la resurrección de los muertos, la Iglesia Católica abre el mes de noviembre con la gran fiesta de Todos los Santos. La liturgia de este día ha sido un cántico de alabanza a Dios que en sus elegidos ha obrado la maravilla de la santificación. Respondiendo valientemente a la llamada de Dios, los santos gozan del premio eterno, son intercesores nuestros, ejemplo de fidelidad y fortaleza para nuestra debilidad e igualmente para nuestro deseo de ser cristianos de verdad. Los santos vencen y convencen. La Sagrada Escritura una y otra vez el recuerdo de “nuestros padres”, los antepasados. Son los santos del Antiguo Testamento –Abrahán, Isaac, Jacob, José, David, Tobías, Job-, son presentados, también por el Nuevo Testamento, como ejemplo de fidelidad, de perseverancia, como ánimo para la paciencia y la lucha. Por esta razón, los cristianos no hacemos, pues, la víspera del 1 de noviembre una parodia de la muerte, con manifestaciones no precisamente bellas de un aquelarre de cadáveres o escenas de miedo, que no sé si dan ganas de reír o llorar por la banalidad a la que se somete la muerte. Preferimos fijarnos en el triunfo y la alegría que la vida de resucitados trae en nuestras vidas por Jesucristo, triunfante en sus santos. Si preguntáramos a la gente: ¿qué espera usted de la muerte?, muchos contestarían: “Nada”. Pues no es así entre los cristianos. La prueba es que el día 2 de noviembre y todo este mes, ofrecemos por los fieles difuntos, los nuestros, sufragios, oraciones y sobre todo, la Santa Misa. Es que creemos que Jesucristo ha resucitado y pedimos en noviembre y en todo tiempo por nuestros hermanos que durmieron con la esperanza de la Resurrección. “El máximo enigma de la vida humana es la muerte –decía hace 50 años el Concilio Vaticano II-. Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre (…) Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte” (Gaudium et spes, 18). Poco a poco Dios ha ido revelando el significado de esa realidad que es la muerte hasta llegar a la revelación definitiva, pero no por eso menos misteriosa, en y por la resurrección de Jesucristo. Todo lo que podemos decir en cristiano acerca de la muerte lo debemos referir a la muerte de Cristo. En ella advertimos una dimensión personal, ya que Cristo asumió libremente la muerte, una dimensión comunitaria puesto que Él murió por nosotros, por todos los hombres y una relación con la misma muerte porque Él triunfó totalmente sobre su poder. Si nos fijamos bien en los funerales cristianos, la esperanza cierta de la Resurrección es uno de los temas tratados con más fuerza. Las lecturas bíblicas, las antífonas y las oraciones constantemente expresan la confianza en la resurrección de los muertos. El mismo enterramiento esconde este significado profundo: la Iglesia deposita el cuerpo del difunto en las entrañas de la madre tierra, como el agricultor siembra en el surco la semilla, con la esperanza de que un día renacerá con más fuerza, convertido en un cuerpo transfigurado y glorioso (cfr. 1Cor 15, 42-49). Este rito simbólico nada tiene que ver con la fealdad de Halloween, una parodia de lo que es la muerte con fines consumistas. Nada tenemos en contra de desfiles de máscaras, de fiestas o encuentros y visitas de acá para allá, pero esa manera de entender la muerte nada tiene que ver con la esperanza cristiana y la fe en la resurrección de los muertos. Braulio Rodríguez Plaza Arzobispo de Toledo y Primado de España
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