Actualidad

  • Clausura diocesana del Año de la Misericordia

    14 noviembre 2016

    Homilía del Sr. Arzobispo de Toledo, D. Braulio Rodríguez Plaza

    Queridos hermanos: “¿Quién soy yo, Señor? ¿De dónde a mí esta sabiduría, que no estaba en mí, ni sabía el número de los días, ni conocía a Dios? ¿De dónde me vino luego este don tan grande y tan salvador de conocer a Dios y amarlo durante este Año de la Misericordia que hoy acaba en esta nuestra Iglesia?” Estas podrían ser palabras que hoy dirigiéramos a Cristo Salvador, Rostro de la Misericordia del Padre. Porque sentimos que estamos en deuda con Dios, que nos ha dado esta gracia tan grande. El Papa Francisco convocó un Jubileo Extraordinario como tiempo propicio para que la Iglesia experimente el amor de Dios que acoge y perdona incondicionalmente, para que nosotros en cada comunidad cristiana hayamos podido convertirnos en un Hogar de Misericordia (MV, 3), todos “misericordiosos como el Padre”. Aquí estamos, hermanos, los cristianos de la Diócesis: fieles laicos, vida consagrada, presbíteros y diáconos, obispos. Juntos hemos respondido mejor o peor a la invitación del Señor afinando la escucha del corazón para ponernos en sintonía de Dios, pues ha sido verdad que “El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias (Ap. 3, 22). “¿Cómo hemos vivido este “año de gracia del Señor?” (Lc. 4, 19). ¿Qué ha sucedido en nuestras vidas, en la vida de nuestra Iglesia, qué huella hemos seguido del paso de Dios en nuestra vida? Comenzamos este año en el Adviento, casi llegada la Navidad. Pudimos así comprender que el pequeño “sí” que se nos pedía no era más que una consecuencia lógica del “sí” que otorgamos a Cristo y a su Iglesia en el momento de recibir la gracia de los sacramentos de Iniciación cristiana, o el sí a mi vocación cristiana específica, en el sacerdocio, en la vida matrimonial y de familia, de la vida consagrada. Cristo se decidió por mí, antes que yo por Él. Sólo tenemos que ser testigos de la misericordia y de la cercanía de Dios hacia cada uno de nosotros, y decirlo, viviendo y actuando esa misericordia. “¡Cómo deseo que los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios!” (MV 5). Son palabras del Papa Francisco, pues él, al encargarnos la misión de la misericordia, ha querido compartir con nosotros su deseo. A todos se nos ha ofrecido la oportunidad de vivir numerosos acontecimientos para ofrecer una palabra que no es nuestra: la palabra del perdón y la misericordia y el paso de Dios por la propia vida. Hablamos, hermanos, en primera persona del plural porque un cristiano nunca está verdaderamente solo: únicamente el Hijo de Dios experimentó la soledad más extrema a fin de que nadie tuviera que volver a soportarla. Son muchas las vivencias que hemos ido atesorando durante el año jubilar. Momentos que marcarán la historia de nuestra Iglesia, ahora que celebramos también los 25 años de la Clausura del Sínodo diocesano, aquel momento de gracia y de ponerse a caminar en la tarea pastoral comunitaria, por el que hoy también damos rendidas gracias a Dios. Cada uno de nosotros tiene, pues, que detenerse para reconocer la compañía del Resucitado, que comparte casi sin hacer ruido nuestra peregrinación como si nos dijera también a nosotros: “¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?” (Lc 24, 17). Pero hemos de mirar, hermanos, al tiempo que nos queda, el tiempo que resta, al tiempo que viene. “El tiempo es apremiante” (1Cor7, 29) decía san Pablo a aquellos cristianos de Corinto. Cada uno de nosotros ha tenido esta misma experiencia: el tiempo es don precioso que no podemos desperdiciar, pues nos ofrece posibilidades inéditas para nosotros. El tiempo es el mensajero de Dios (cfr. EG 171). Es preciso así que la gracia del año jubilar invada nuestra vida cotidiana, y hacerla presente en medio de ella. Nuestra memoria hoy nos invita a mirar, sí, hacia atrás; pero también hacia adelante. Hacia atrás porque desde aquel 1991, con don Marcelo al firmar las Constituciones Sinodales, don Francisco y don Antonio, entrañables Arzobispos de Toledo, y conmigo mismo, hemos de tener una memoria agradecida al pasado diocesano, que no nos impide ver el mucho camino por recorrer para que nuestra Iglesia sea comunidad que sale al encuentro, que no se queda parada; que sea hospital de tantos, casa de todos y cosa de todos. Hay muchas cosas que dependen de nuestra acción, pero todavía más que dependen de Dios. Lo propio de Dios es hacer, al hombre le toca dejarse hacer. Valga esto para nuestro PPD, para tantas “cosas nuevas”. ¿Son realmente nuevas? La novedad no procede del ingenio de quienes llevan y han de llevar a cabo la programación pastoral. No es esta novedad a la que me refiero. La novedad cristiana no es una idea ni un concepto ni un conjunto de normas. Para los católicos, la novedad procede de una persona. Recuerden lo que reconocía el rabino Jacob Neusner al Papa Benedicto: “Jesús no ha dejado nada fuera de la ley judía, aunque ha añadido algo: así mismo (cf. Jesús de Nazaret, I p. 136)”. Ya en el siglo II, san Ireneo se había formulado esta pregunta y había dado idéntica respuesta: “¿Qué trajo de nuevo el Señor con su venida? Ha traído toda novedad, trayéndose así mismo” (Adv. Haer. IV, 34, 1). El mismo Papa Ratzinger ha desarrollado este argumento de la novedad de Jesús: “¿Qué ha traído Jesús realmente, si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído? La respuesta es muy sencilla: a Dios. Ha traído a Dios. Aquel Dios cuyo rostro se había ido revelando primero poco a poco, desde Abrahán hasta la literatura sapiencial, pasando por Moisés y los profetas; el Dios que había mostrado su rostro a Israel y que, si bien entre muchas sombras, había sido honrado en el mundo de los pueblos; ese Dios, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, el Dios verdadero, Él lo traído a los pueblos de la tierra. Ha traído a Dios: ahora conocemos su rostro, ahora podemos invocarlo. Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres de este mundo. Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino; la fe, la esperanza y el amor” (Jesús de Nazaret, I, 69-70). La novedad cristiana, pues, se llama Jesucristo. Y cuando hablamos de lo “Nuevo”, nos referimos al Encuentro Personal con Jesucristo que sucede en la Iglesia. Esta novedad perenne se está perdiendo y por eso tantos cristianos están confusos y desorientados y no saben trasmitir la fe, ni amar al prójimo, ni santificar el domingo y las fiestas. Van al aire de las modas y no se alegran sino con espectáculos que la sociedad de consumo les ofrece. Por eso, dice el Papa Francisco: “ (…). Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre “nueva” (EG 11). Si hay encuentro con Dios, es porque Él ha salido a nuestro encuentro, en Jesucristo y nos ha concedido de su Espíritu: Hay “novedad” porque el Encuentro transforma completamente nuestra vida y nos saca de esquemas “aburridos” en los que a veces tratamos de encerrar a Jesucristo. El Año Jubilar, nuestro PPD y aquel magnifico Sínodo del que celebramos el 25 aniversario de su clausura, pueden suponer en nosotros estos contenidos fundamentales para nuestra Iglesia, nuestras parroquias y grupos para cada uno de nosotros de cara al futuro inmediato: 1) Estamos descubriendo a Dios mejor en la perspectiva de misericordia, que crea en nosotros un corazón más abierto a ir a buscar a los demás, a curar heridas y ofrecer esa misericordia a los más pobres, descartados y alejados. El Papa Benedicto XVI nos dice que la esperanza de los cristianos es Dios, pero “no cualquier dios, sino el Dios que tiene rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto (Spe Salvi, 31). 2) El año jubilar nos ha ayudado a habitar la comunidad cristiana como la casa de una Madre. También un nombre nuevo para la Iglesia es Madre, pues la Misericordia es “la viga que sostiene la vida de la Iglesia” (MV, 10). Todo en la Iglesia “debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes: nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia” (Ibídem). De vivir o no la misericordia dependerá la credibilidad de la misión evangelizadora de la comunidad cristiana. Para ello debemos volver a esa imagen antigua y nueva: la Iglesia es nuestra Madre, porque me ha dado la vida, en una palabra, la Iglesia es nuestra madre, porque nos da a Cristo, rostro humano de la misericordia del Padre. Desde aquí podemos entender mejor el sentido del sacramento de la Reconciliación, al recibir la absolución de nuestros pecados y que supone volver a la casa del Padre, y a la casa de la Madre. 3) Seguir esforzándonos por un nuevo estilo de misión. La Iglesia no es una ciudadela, es un signo vivo del amor del Padre a todos los hombres, como nos dijo el Concilio Vaticano II. Somos –debemos ser- una Iglesia misionera, que anuncia a Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. Con un mensaje claro, verdadero. Pero con un estilo nuevo hacia “una humanidad herida, una humanidad que arrastra heridas profundas. No sabe cómo curarlas o cree que no es posible curarlas” (Papa Francisco, el nombre de Dios es misericordia, 36). Las obras de misericordia que los hijos de la Iglesia practican son las prácticas de una Iglesia que ha experimentado misericordia. El Año de la misericordia se abrió el día de la Inmaculada del 2015. Reconocer a María Inmaculada supone confesar con los labios y el corazón, que Dios es capaz de hacerlo nuevo. Él puede curar nuestras heridas y hacer de nosotros criaturas nuevas. Desde la imagen de la puerta que hemos atravesado, pedimos a Santa María que este Jubileo deje huella en nosotros, aquello que expresaba el Papa Francisco: “¡Cómo deseo que los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios!” (MV 5). ¡Que así sea!

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  • La importancia de que haya perdón

    9 noviembre 2016

    Escrito semanal del Sr. Arzobispo deToledo, D. Braulio Rodríguez Plaza

    Estamos acabando el Año de la Misericordia, abierto por el Papa Francisco el 8 de diciembre de 2015, y que él mismo clausurará el domingo 20 de noviembre próximo. Antes, el domingo 13 será el final de este año de gracia del Señor en nuestra Catedral. Quisiera referirme a un aspecto de este Año de la Misericordia que, subrayado constantemente por el Papa, puede desaparecer de nuestra memoria, si no lo retenemos: la alegría que experimenta la persona que se encuentra con Jesucristo que le perdona. Sobre todo si a ese encuentro misericordioso con Jesús ha contribuido el anuncio del Señor que hayamos podido hacer los que ya conocemos a Cristo; bien por nuestro acercamiento a la situación de los que estaban alejados de Dios, en las periferias existenciales lejos del Evangelio y su alegría, bien por otros muchos medios de los que se vale el Señor para ello. Hay personas que te dicen: ¡Ojalá tuviera yo tu fe! ¿Qué sabemos, en efecto, muchas veces lo que significa una vida sin fe, una persona que quisiera dar sentido a su vida y no sabe o no puede? ¿Por qué no ha encontrado un verdadero cristiano que con su vida atrayente haya facilitado el acceso a Dios? Para mí, cuando una persona me dice que no cree, casi no sé qué decirle, porque es una sensación, una vivencia que yo no he tenido: siempre he creído en Dios y no he tenido dudas serias de fe. Me impresionan, pues, películas como Las Horas (2002), de Stephen Daldry, que trata de tres mujeres que buscan ansiosamente el sentido a su vida. En un momento, una de las protagonistas, que cuenta a otra su intento de suicidio y del abandono de su familia, dice: -Quizá sería maravilloso decir que te arrepientes… Sería fácil… ¿Pero tendría sentido? ¿Acaso puedes arrepentirte cuando no hay alternativa? No pude soportarlo, y ya está…Nadie va a perdonarme. Era la muerte, y yo elegí la vida. Lo terrible es que en el horizonte asfixiante de la película no hay a posibilidad de perdón, y sobre todo, no hay a quien pedir perdón, y por ello posibilidad de arrepentimiento. Pero desde este trasfondo, que muestra a una parte considerable de nuestro mundo, el hombre y la mujer de hoy, sin embargo, podrían redescubrir la gran noticia que es el Evangelio del perdón. Nuestro grito sería: ¡el perdón existe, es posible! ¿Hay quien puede perdonarlo todo! Y no solo puede hacerlo, sino que lo hace. Lo que ha dicho el Papa Francisco a lo largo de todo este año es que la experiencia cristiana es la experiencia de haber sido perdonado, de raíz, y de cómo ese perdón abre la posibilidad de una vida nueva. Y por eso es tan necesario que, desde esa experiencia de ser perdonado, podamos llegar a los que no saben esto, acercarse a ellos, no juzgar su situación y hablarles del perdón. ¡Cuántas vidas perdonadas, cuántas personas que han descubierto a Dios en este año encontrándose con Cristo en el perdón y la misericordia! En adelante no deberíamos olvidar esta faceta de la vida del cristiano: no hemos de quedarnos simplemente en buscar la verdad en una buena formación llegando a una claridad de nuestra fe, sino que, viviendo la caridad de Cristo en la verdad, acercarse al que sufre sin juzgarle y anunciarle la alegría del Evangelio. El abrazo gratuito e incondicional de Jesús, ese encuentro con Él y con su perdón en el sacramento de la Penitencia, a través de la figura del sacerdote que perdona en nombre de Dios, es algo inaudito, bellísimo y alcance de nuestro corazón. Descubrir esa posibilidad de experimentar el amor de Cristo a quien lo desconoce, a quien no sabe a quién acudir para ser perdonado, es un servicio impagable a la humanidad y a quien está herido al borde del camino. Les invito a leer despacio los números 1422 al 1498 del Catecismo de la Iglesia Católica. En esos números se explica en qué consiste el sacramento de la reconciliación. Es un buen ejercicio para acabar el Año de la Misericordia, ese regalo de la Iglesia a la humanidad de la mano del Papa Francisco. +Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Toledo Primado de España

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  • Jubileo de los reclusos

    6 noviembre 2016

    Homilía del Santo Padre en la Basilíca de San Pedro con motivo del Jubileo de los reclusos

    El mensaje que la Palabra de Dios quiere comunicarnos hoy es ciertamente de esperanza. Uno de los siete hermanos condenados a muerte por el rey Antíoco Epífanes dice: «Dios mismo nos resucitará» (2M 7,14). Estas palabras manifiestan la fe de aquellos mártires que, no obstante los sufrimientos y las torturas, tienen la fuerza para mirar más allá. Una fe que, mientras reconoce en Dios la fuente de la esperanza, muestra el deseo de alcanzar una vida nueva. Del mismo modo, en el Evangelio, hemos escuchado cómo Jesús con una respuesta simple pero perfecta elimina toda la casuística banal que los saduceos le habían presentado. Su expresión: «No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos» (Lc 20,38), revela el verdadero rostro del Padre, que desea sólo la vida de todos sus hijos. La esperanza de renacer a una vida nueva, por tanto, es lo que estamos llamados a asumir para ser fieles a la enseñanza de Jesús. La esperanza es don de Dios. Está ubicada en lo más profundo del corazón de cada persona para que pueda iluminar con su luz el presente, muchas veces turbado y ofuscado por tantas situaciones que conllevan tristeza y dolor. Tenemos necesidad de fortalecer cada vez más las raíces de nuestra esperanza, para que puedan dar fruto. En primer lugar, la certeza de la presencia y de la compasión de Dios, no obstante el mal que hemos cometido. No existe lugar en nuestro corazón que no pueda ser alcanzado por el amor de Dios. Donde hay una persona que se ha equivocado, allí se hace presente con más fuerza la misericordia del Padre, para suscitar arrepentimiento, perdón, reconciliación. Hoy celebramos el Jubileo de la Misericordia para vosotros y con vosotros, hermanos y hermanas reclusos. Y es con esta expresión de amor de Dios, la misericordia, que sentimos la necesidad de confrontarnos. Ciertamente, la falta de respeto por la ley conlleva la condena, y la privación de libertad es la forma más dura de descontar una pena, porque toca la persona en su núcleo más íntimo. Y todavía así, la esperanza no puede perderse. Una cosa es lo que merecemos por el mal que hicimos, y otra cosa distinta es el «respiro» de la esperanza, que no puede sofocarlo nada ni nadie. Nuestro corazón siempre espera el bien; se lo debemos a la misericordia con la que Dios nos sale al encuentro sin abandonarnos jamás (cf. san Agustín, Sermo 254,1). En la carta a los Romanos, el apóstol Pablo habla de Dios como del «Dios de la esperanza» (Rm 15,13). Es como si nos quisiera decir que también Dios espera; y por paradójico que pueda parecer, es así: Dios espera. Su misericordia no lo deja tranquilo. Es como el Padre de la parábola, que espera siempre el regreso del hijo que se ha equivocado (cf. Lc 15,11-32). No existe tregua ni reposo para Dios hasta que no ha encontrado la oveja descarriada (cf. Lc 15,5). Por tanto, si Dios espera, entonces la esperanza no se le puede quitar a nadie, porque es la fuerza para seguir adelante; la tensión hacia el futuro para transformar la vida; el estímulo para el mañana, de modo que el amor con el que, a pesar de todo, nos ama, pueda ser un nuevo camino… En definitiva, la esperanza es la prueba interior de la fuerza de la misericordia de Dios, que nos pide mirar hacia adelante y vencer la atracción hacia el mal y el pecado con la fe y la confianza en él. Queridos reclusos, es el día de vuestro Jubileo. Que hoy, ante el Señor, vuestra esperanza se encienda. El Jubileo, por su misma naturaleza, lleva consigo el anuncio de la liberación (cf. Lv 25,39-46). No depende de mí poderla conceder, pero suscitar el deseo de la verdadera libertad en cada uno de vosotros es una tarea a la que la Iglesia no puede renunciar. A veces, una cierta hipocresía lleva a ver sólo en vosotros personas que se han equivocado, para las que el único camino es la cárcel. No se piensa en la posibilidad de cambiar de vida, hay poca confianza en la rehabilitación. Pero de este modo se olvida que todos somos pecadores y, muchas veces, somos prisioneros sin darnos cuenta. Cuando se permanece encerrados en los propios prejuicios, o se es esclavo de los ídolos de un falso bienestar, cuando uno se mueve dentro de esquemas ideológicos o absolutiza leyes de mercado que aplastan a las personas, en realidad no se hace otra cosa que estar entre las estrechas paredes de la celda del individualismo y de la autosuficiencia, privados de la verdad que genera la libertad. Y señalar con el dedo a quien se ha equivocado no puede ser una excusa para esconder las propias contradicciones. Sabemos que ante Dios nadie puede considerarse justo (cf. Rm 2,1-11). Pero nadie puede vivir sin la certeza de encontrar el perdón. El ladrón arrepentido, crucificado junto a Jesús, lo ha acompañado en el paraíso (cf. Lc 23,43). Ninguno de vosotros, por tanto, se encierre en el pasado. La historia pasada, aunque lo quisiéramos, no puede ser escrita de nuevo. Pero la historia que inicia hoy, y que mira al futuro, está todavía sin escribir, con la gracia de Dios y con vuestra responsabilidad personal. Aprendiendo de los errores del pasado, se puede abrir un nuevo capítulo de la vida. No caigamos en la tentación de pensar que no podemos ser perdonados. Ante cualquier cosa, pequeña o grande, que nos reproche el corazón, sólo debemos poner nuestra confianza en su misericordia, pues «Dios es mayor que nuestro corazón» (1Jn 3,20). La fe, incluso si es pequeña como un grano de mostaza, es capaz de mover montañas (cf. Mt 17,20). Cuantas veces la fuerza de la fe ha permitido pronunciar la palabra perdón en condiciones humanamente imposibles. Personas que han padecido violencias y abusos en sí mismas o en sus seres queridos o en sus bienes. Sólo la fuerza de Dios, la misericordia, puede curar ciertas heridas. Y donde se responde a la violencia con el perdón, allí también el amor que derrota toda forma de mal puede conquistar el corazón de quien se ha equivocado. Y así, entre las víctimas y entre los culpables, Dios suscita auténticos testimonios y obreros de la misericordia. Hoy veneramos a la Virgen María en esta imagen que la representa como una Madre que tiene en sus brazos a Jesús con una cadena rota, las cadenas de la esclavitud y de la prisión. Que ella dirija a cada uno de vosotros su mirada materna, haga surgir de vuestro corazón la fuerza de la esperanza para vivir una vida nueva y digna en plena libertad y en el servicio del prójimo.

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