Actualidad

  • Educar, educar, educar

    25 enero 2017

    Escrito semanal del Sr. Arzobispo de Toledo, D. Braulio Rodríguez Plaza

    Hemos celebrado la fiesta de Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes maestros de la fe católica, que, en su docencia, atendía con solicitud a sus alumnos tras impartir sus clases. Le importaba educar a la persona y no sólo enseñar cosas o materias. Porque educar no atañe sólo a clases, materias, cursos escolares o de universidad. La educación es vital para el ser humano; a los animales se les adiestra; a los hombres y mujeres, desde pequeños, se les educa, esto es, se intenta en libertad “sacar de” ellos lo que llevan dentro para potenciarlo, en un proceso educativo. Cuando uno reflexiona seriamente sobre los problemas de nuestra sociedad llega fácilmente a la conclusión de que el origen de la mayor parte de los males que padecemos proviene de fallos y defectos en la educación. Lo mismo ocurre cuando examinamos la situación de la educación en la fe en nuestra Iglesia. ¿Pueden ir bien o mejor las cosas en comunidades cristianas donde la mayor parte de los fieles, o al menos en gran número, han recibido los sacramentos sin hablar alcanzado la formación/educación personal necesaria para comprenderlos y vivir de acuerdo con sus dones y exigencias? Educar es el arte de trasmitir a los demás lo mejor que uno ha adquirido a lo largo de la vida, con el estudio y la meditación, con la experiencia de los acontecimientos vividos y la relación con otros seres humanos. Este traspaso de la realidad espiritual de una generación a otra es la condición indispensable para el crecimiento de las personas, de la sociedad y de la humanidad entera. Pero ese traspaso de la realidad espiritual a la siguiente generación se ha hecho cada día más difícil. Existen deficiencias, que comienzan en la familia, crecen en la escuela, se amplían después en la vida social y habría que añadir, se consolidan con las debilidades y las omisiones en la educación religiosa. ¿Es exagerado decir que hoy en la mayoría de las familias toledanas hay grandes deficiencias educativas? Algo exagerado sí es, pero esas deficiencias se dan, pues la educación de los hijos requiere convivencia intensa en un clima de comunicación y confianza entre los cónyuges. Algo que falta, por desgracia. También se nota el que los padres estén poco con los hijos y hablen poco con ellos. Sería interesante comprobar cuánto tiempo cada día pasan los padres con sus hijos, hablando con tranquilidad con ellos. ¡Ah!, la vida se ha complicado mucho, decimos. Cierto, pero lo primero es lo primero. También importa el auge que entre nosotros tiene otro principio radicalmente antipedagógico: “Quiero que a mis hijos no les falte nada, que no sean menos que los demás, que crezcan y vivan espontáneamente, que sean felices a su manera”. Unos padres, en consecuencia, adoptan este criterio de compensación, pues recuerdan –dicen– lo que ellos mismos tuvieron que sufrir por sus carencias de medios; otros padecen inseguridad ante las mismas ideas de los hijos, sobre todo si son ya adolescentes o jóvenes. También aparece el deseo a toda costa de mantener en casa unas relaciones distendidas, que haya paz, a pesar de desacuerdos que siempre existen entre padres e hijos, sobre todo en las cosas prácticas. Lo serio de este proceder es que somete la autoridad a la condescendencia y deja a los jóvenes en tantas ocasiones a merced de sus tendencias más instintivas y no se les presenta ningún ideal de vida, no corrige los defectos ni desarrolla su responsabilidad personal. Todo lo cual conduce muchas veces a que estos hijos sufran manipulaciones ideológicas y comerciales, totalmente consumistas. Y dirán muchos padres: ¿qué responsabilidad tienen en esta situación los colegios o, si se quiere, los educadores católicos en colegios y en parroquias? Pues sencillamente, si les hemos ofrecido una versión blanda y desvirtuada del Evangelio, de Jesucristo y de la vida cristiana, sin renuncias, sin esfuerzo, sin ofrecerles virtudes concretas e ideales de santidad y de cierto heroísmo, que da la virtud de la fortaleza, no hemos hecho bien ni estamos haciendo bien. Un buen colegio es un buen colegio en todo, no solo en avances pedagógicos: ahí están también una buena educación eficiente en el campo de los afectos, de las relaciones personales, que afronte lo malo que tiene una actitud permisiva y condescendiente en todo lo referente a la sexualidad. Vean los padres qué colegios pueden escoger, o, también intervengan en las AMPAS para que no valga todo. +Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Toledo

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  • 51 Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales

    24 enero 2017

    Mensaje del Papa Francisco

    Gracias al desarrollo tecnológico, el acceso a los medios de comunicación es tal que muchísimos individuos tienen la posibilidad de compartir inmediatamente noticias y de difundirlas de manera capilar. Estas noticias pueden ser bonitas o feas, verdaderas o falsas. Nuestros padres en la fe ya hablaban de la mente humana como de una piedra de molino que, movida por el agua, no se puede detener. Sin embargo, quien se encarga del molino tiene la posibilidad de decidir si moler trigo o cizaña. La mente del hombre está siempre en acción y no puede dejar de «moler» lo que recibe, pero está en nosotros decidir qué material le ofrecemos. (cf. Casiano el Romano, Carta a Leoncio Igumeno). Me gustaría con este mensaje llegar y animar a todos los que, tanto en el ámbito profesional como en el de las relaciones personales, «muelen» cada día mucha información para ofrecer un pan tierno y bueno a todos los que se alimentan de los frutos de su comunicación. Quisiera exhortar a todos a una comunicación constructiva que, rechazando los prejuicios contra los demás, fomente una cultura del encuentro que ayude a mirar la realidad con auténtica confianza. Creo que es necesario romper el círculo vicioso de la angustia y frenar la espiral del miedo, fruto de esa costumbre de centrarse en las «malas noticias» (guerras, terrorismo, escándalos y cualquier tipo de frustración en el acontecer humano). Ciertamente, no se trata de favorecer una desinformación en la que se ignore el drama del sufrimiento, ni de caer en un optimismo ingenuo que no se deja afectar por el escándalo del mal. Quisiera, por el contrario, que todos tratemos de superar ese sentimiento de disgusto y de resignación que con frecuencia se apodera de nosotros, arrojándonos en la apatía, generando miedos o dándonos la impresión de que no se puede frenar el mal. Además, en un sistema comunicativo donde reina la lógica según la cual para que una noticia sea buena ha de causar un impacto, y donde fácilmente se hace espectáculo del drama del dolor y del misterio del mal, se puede caer en la tentación de adormecer la propia conciencia o de caer en la desesperación. Por lo tanto, quisiera contribuir a la búsqueda de un estilo comunicativo abierto y creativo, que no dé todo el protagonismo al mal, sino que trate de mostrar las posibles soluciones, favoreciendo una actitud activa y responsable en las personas a las cuales va dirigida la noticia. Invito a todos a ofrecer a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo narraciones marcadas por la lógica de la «buena noticia». La buena noticia La vida del hombre no es sólo una crónica aséptica de acontecimientos, sino que es historia, una historia que espera ser narrada mediante la elección de una clave interpretativa que sepa seleccionar y recoger los datos más importantes. La realidad, en sí misma, no tiene un significado unívoco. Todo depende de la mirada con la cual es percibida, del «cristal» con el que decidimos mirarla: cambiando las lentes, también la realidad se nos presenta distinta. Entonces, ¿qué hacer para leer la realidad con «las lentes» adecuadas? Para los cristianos, las lentes que nos permiten descifrar la realidad no pueden ser otras que las de la buena noticia, partiendo de la «Buena Nueva» por excelencia: el «Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1). Con estas palabras comienza el evangelista Marcos su narración, anunciando la «buena noticia» que se refiere a Jesús, pero más que una información sobre Jesús, se trata de la buena noticia que es Jesús mismo. En efecto, leyendo las páginas del Evangelio se descubre que el título de la obra corresponde a su contenido y, sobre todo, que ese contenido es la persona misma de Jesús. Esta buena noticia, que es Jesús mismo, no es buena porque esté exenta de sufrimiento, sino porque contempla el sufrimiento en una perspectiva más amplia, como parte integrante de su amor por el Padre y por la humanidad. En Cristo, Dios se ha hecho solidario con cualquier situación humana, revelándonos que no estamos solos, porque tenemos un Padre que nunca olvida a sus hijos. «No temas, que yo estoy contigo» (Is 43,5): es la palabra consoladora de un Dios que se implica desde siempre en la historia de su pueblo. Con esta promesa: «estoy contigo», Dios asume, en su Hijo amado, toda nuestra debilidad hasta morir como nosotros. En Él también las tinieblas y la muerte se hacen lugar de comunión con la Luz y la Vida. Precisamente aquí, en el lugar donde la vida experimenta la amargura del fracaso, nace una esperanza al alcance de todos. Se trata de una esperanza que no defrauda ―porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5)― y que hace que la vida nueva brote como la planta que crece de la semilla enterrada. Bajo esta luz, cada nuevo drama que sucede en la historia del mundo se convierte también en el escenario para una posible buena noticia, desde el momento en que el amor logra encontrar siempre el camino de la proximidad y suscita corazones capaces de conmoverse, rostros capaces de no desmoronarse, manos listas para construir. La confianza en la semilla del Reino Para iniciar a sus discípulos y a la multitud en esta mentalidad evangélica, y entregarles «las gafas» adecuadas con las que acercarse a la lógica del amor que muere y resucita, Jesús recurría a las parábolas, en las que el Reino de Dios se compara, a menudo, con la semilla que desata su fuerza vital justo cuando muere en la tierra (cf. Mc 4,1-34). Recurrir a imágenes y metáforas para comunicar la humilde potencia del Reino, no es un manera de restarle importancia y urgencia, sino una forma misericordiosa para dejar a quien escucha el «espacio» de libertad para acogerla y referirla incluso a sí mismo. Además, es el camino privilegiado para expresar la inmensa dignidad del misterio pascual, dejando que sean las imágenes ―más que los conceptos― las que comuniquen la paradójica belleza de la vida nueva en Cristo, donde las hostilidades y la cruz no impiden, sino que cumplen la salvación de Dios, donde la debilidad es más fuerte que toda potencia humana, donde el fracaso puede ser el preludio del cumplimiento más grande de todas las cosas en el amor. En efecto, así es como madura y se profundiza la esperanza del Reino de Dios: «Como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece» (Mc 4,26-27). El Reino de Dios está ya entre nosotros, como una semilla oculta a una mirada superficial y cuyo crecimiento tiene lugar en el silencio. Quien tiene los ojos límpidos por la gracia del Espíritu Santo lo ve brotar y no deja que la cizaña, que siempre está presente, le robe la alegría del Reino. Los horizontes del Espíritu La esperanza fundada sobre la buena noticia que es Jesús nos hace elevar la mirada y nos impulsa a contemplarlo en el marco litúrgico de la fiesta de la Ascensión. Aunque parece que el Señor se aleja de nosotros, en realidad, se ensanchan los horizontes de la esperanza. En efecto, en Cristo, que eleva nuestra humanidad hasta el Cielo, cada hombre y cada mujer puede tener la plena libertad de «entrar en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través del velo, es decir, de su propia carne» (Hb 10,19-20). Por medio de «la fuerza del Espíritu Santo» podemos ser «testigos» y comunicadores de una humanidad nueva, redimida, «hasta los confines de la tierra» (cf. Hb 1,7-8). La confianza en la semilla del Reino de Dios y en la lógica de la Pascua configura también nuestra manera de comunicar. Esa confianza nos hace capaces de trabajar ―en las múltiples formas en que se lleva a cabo hoy la comunicación― con la convicción de que es posible descubrir e iluminar la buena noticia presente en la realidad de cada historia y en el rostro de cada persona. Quien se deja guiar con fe por el Espíritu Santo es capaz de discernir en cada acontecimiento lo que ocurre entre Dios y la humanidad, reconociendo cómo él mismo, en el escenario dramático de este mundo, está tejiendo la trama de una historia de salvación. El hilo con el que se teje esta historia sacra es la esperanza y su tejedor no es otro que el Espíritu Consolador. La esperanza es la más humilde de las virtudes, porque permanece escondida en los pliegues de la vida, pero es similar a la levadura que hace fermentar toda la masa. Nosotros la alimentamos leyendo de nuevo la Buena Nueva, ese Evangelio que ha sido muchas veces «reeditado» en las vidas de los santos, hombres y mujeres convertidos en iconos del amor de Dios. También hoy el Espíritu siembra en nosotros el deseo del Reino, a través de muchos «canales» vivientes, a través de las personas que se dejan conducir por la Buena Nueva en medio del drama de la historia, y son como faros en la oscuridad de este mundo, que iluminan el camino y abren nuevos senderos de confianza y esperanza. Vaticano, 24 de enero de 2017 Francisco

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  • Solemnidad de San Ildefonso

    23 enero 2017

    Homilía del Sr. Arzobispo de Toledo, D. Braulio Rodríguez Plaza

    Hermanos: Estamos en la fiesta de nuestro santo, Patrono de la Diócesis y de la ciudad de Toledo. Él es una figura grande, extensa, conocida, atrayente. Lo primero que quisiera destacar es que, para san Ildefonso, y quiera Dios que como para nosotros, ser santo no es una profesión de minorías. El santo no es superhombre o mujer; es hombre real, porque sigue a Dios y, en consecuencia, al ideal para el que fue creado su corazón y del que está hecho destino. Desde el punto de vista ético, todo esto significa “hacer la voluntad de Dios”, pero en una humanidad que, sin perder su condición humana, ha experimentado un cambio en su persona. Es aquello que decía san Pablo: “Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20). Vivir el misterio de la comunión con Dios en Cristo nos enseña, pues, a ver las cosas a través de un valor único, gracias al cual todos los juicios y nuestras decisiones tienen su origen en una única medida. Es decir, la figura del santo se caracteriza por un amor a la vida -obra de Dios-, en un abrazo consciente y leal de sus condiciones existenciales. El santo no necesita olvidar o negar nada, y mucho menos la muerte, para afirmar apasionadamente su propia vida. ¡Qué distintos son los héroes de una acción moral puramente racional y el santo cristiano! ¡Qué diferencia de verdad humana, es decir, de seriedad y comprensión de los valores humanos, de realismo y positividad ante la experiencia de la muerte, prueba suprema de la humanidad! Por ejemplo, Sócrates, cuando va a morir, está sereno porque se libera del peso del cuerpo y huye así de un mundo tan condicionado y condicionante. Sin duda admirable. Pero ante esta falta de perturbación llamaríamos “laica” del gran filósofo ante la muerte, será admirable, pero no nos llena. Sentimos, por el contrario, la entereza humana de la confesión del protagonista del Diario de un cura rural de G. Bernanos: “Yo ante la muerte, no intentaré hacerme el héroe o el estoico. Si tengo miedo diré: tengo miedo; pero se lo diré a Jesucristo”. Es verdadera, por tanto, la imagen de Jesús de Nazaret que, ante la muerte, como relata el Evangelio, “empezó a sentir miedo y tristeza”, y pidió no pasar por el trance de morir a su Padre. Pero la fuerza del Justo, de Jesucristo, le hizo abrazar hasta el fondo el tremendo rostro del significado bueno y eterno de sus palabras: “Pero hágase tu voluntad, no la mía”. Quiero deciros, hermanos, que el santo es el hombre que más aguda y dramáticamente experimenta la fragilidad natural del ser humano y la conciencia de pecado. Por eso, un santo o una santa la sentimos tan cerca de nosotros. Es el caso de san Ildefonso, porque nos sigue diciendo hoy que solamente la compañía del Hijo del Dios, que ha entrado en la historia, puede dar a la vida humana la capacidad de una realización adecuada a su destino. Saben bien que la figura de san Ildefonso en el siglo VII es eminente. Si en el saber le superó san Isidoro de Sevilla, san Ildefonso, Patrón de Toledo, ha pasado a la historia de nuestro pueblo como el más conmemorado en las artes, ya sea en arquitectura, en escultura y en la pintura, en esa hermosa repetición por doquier de la escena en que la Virgen regala al santo el regalo de la casulla. También en las letras, desde los mismos inicios del castellano con Gonzalo de Berceo en el siglo XIII a Lope de Vega, Calderón en el siglo de Oro. Es verdad que, para recordar su vida, no poseemos abundancia de muchos datos. Su primera biografía, el Elogio, se debe a san Julián de Toledo, contemporáneo suyo y segundo sucesor en la sede toledana. Se recuerda como “un río de elocuencia tan digno de alabanza como esclarecido por sus muchas virtudes. Temeroso de Dios, religioso, propenso a la compunción, de andar grave, porte honesto, muy paciente, tenaz en la guarda de los secretos, sumo en sabiduría, sutil en la disputa, brioso en el decir, muy fecundo en la palabra y tan extraordinario en la elocuencia, que, al disertar, se hubiera dicho que no era Ildefonso, sino Dios quien hablara por él”. Sin duda este lenguaje de san Julián suena a ampuloso, pero el elogio se debe a alguien que lo conoció personalmente. Es, pues, el más vivo retrato que podemos ofrecer de su personalidad. Fue un escritor relevante, además de desplegar una actividad pastoral ampliamente reconocida. Sus escritos tuvieron una importante influencia en la vida cristiana de la Iglesia de entonces y en épocas posteriores. Juan Pablo II, en su visita a Zaragoza en 1982, mencionó la importante obra de san Ildefonso “De la perpetua virginidad de Santa María contra los infieles”. Y resalta el hecho de que “la primera gran afirmación mariana española haya consistido en una defensa de la virginidad de María”. Para nosotros, desde entonces, María es la Virgen. Con la Virgen, san Ildefonso mantiene, como bien sabemos, una relación muy especial. ¡Qué bien lo expresa Berceo, en uno de sus “milagros”!: Aparecióle la Madre del Rey de Magestad con un libro en mano de muy gran claridad: el que él había hecho de la virginidad…” dióle una casulla sin aguja cosida obra era angélica, no de hombre tejida… Podemos confiar en san Ildefonso; es de fiar como intercesor de nuestra Diócesis y de nuestra ciudad. Agradecemos a Dios por este gran confesor: “Los hombres rectos son guiados por su integridad, los pérfidos son destruidos por su propia malicia. Reunidos con él hoy, congregados en el nombre de Jesucristo, estamos seguros de que Él, el Señor, está en medio de nosotros. San Ildefonso “no defraudó la esperanza que manifestaba en sus riegos de ver gozoso en el cielo al que confesaba en la tierra con el corazón y los labios… Él nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que también nosotros podamos consolar a los que se encuentren en cualquier aprieto…. Él fortalece y nos defiende con las armas de la justicia y el escudo de la salvación, porque necesitamos mucho de la virtud de la fortaleza. Se piensa que Ildefonso significa “preparado para el combate”, cuando lleguen las adversidades” (Misa san Ildefonso, Illatio). Pienso que la virtud de la fortaleza ha perdido vigencia entre nosotros. Os esforzamos poco en el combate de la fe, que no tiene por qué dirigirse hacia los demás, sino a lo que nosotros sentimos y somos. No se trata de ser temerarios, pero sí de no estar constantemente transigiendo con situaciones y olvidando que somos testigos más con los hechos que con las palabras, en toda una serie de situaciones donde a los cristianos se nos tiene que ver. Es buen día para pedir tantas cosas para nuestra sociedad toledana, por sus autoridades, por el bien común, por mejorar en amor, justicia, caridad, por un horizonte amplio y no estrecho, más generoso con los problemas reales. Podemos invocar la piedad de Dios y su clemencia derramada en san Ildefonso para todos nosotros. Por qué no pedir: “Padre clementísimo, quisiéramos que recibas con agrado la solemnidad que hoy hemos celebrado en honor de tu santo confesor Ildefonso” (Cfr. Misa de san Ildefonso, Compleuria). La bendición apostólica al finalizar la Eucaristía nos muestra nos recordará la misericordia grande del Señor. Amén.

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