Actualidad

  • Peregrinar a la tierra del Señor

    2 febrero 2017

    Escrito semanal del Sr. Arzobispo de Toledo, D. Braulio Rodríguez Plaza

    En las recientes V Jornadas de Pastoral (Toledo, 13-15 de enero) invitamos al Padre Aquilino Castillo, franciscano en Tierra Santa, para que nos hablara de la situación de los cristianos en Jerusalén y otros lugares de Palestina. Una situación dramática la que padecen muchos de nuestros hermanos cristianos ya sean católicos, ortodoxos y otros miembros de tantas Iglesias cristiana. El padre Aquilino, con muchos años de experiencia en la atención a los católicos de Medio Oriente (Siria, Líbano, Egipto, Jordania, Israel y Cisjordania, explicó, en este contexto de dificultades, lo que significa que católicos de España vayan en peregrinación al país de Jesús y se acerquen a estos hermanos en la fe. Hablemos primero de la repercusión social y económica de la falta de peregrinaciones en la precaria economía de los cristianos de los Santos Lugares: si no hay peregrinaciones, tampoco habría fácil solución para el problema de la disminución de los cristianos allí, en la tierra donde nació el cristianismo, donde nació, creció y murió Jesús. La tentación de abandonar la Tierra Santa y emigrar a otros lugares cada vez es más fuerte entre nuestros hermanos de la Iglesia Madre. Pero también es digno de señalarse que, sin peregrinaciones el vacío y la sensación de que les dejamos solos crece cada día. ¿Podemos ser insensibles a este sentimiento de nuestros hermanos cristianos? Podemos serlo y, de hecho, lo somos, pero esa insensibilidad les duele mucho. Lo he oído de sus propios labios. Las peregrinaciones no son baratas. Es cierto, y muchos católicos no pueden reunir dinero para ir, aunque tantos lo desean. Es verdad, pero muchas veces, junto a la cuestión económica, aparece el miedo a la seguridad, pues la imaginación vuela y los atentados que de tarde en tarde vemos u oímos que acontecen, no retraen. ¿Qué decir sobre este aspecto del tema? Primero de todo: para los peregrinos que viajan a Israel y Cisjordania, hay seguridad y mucha. Tanta como en España si se utiliza el sentido común y se va a donde hay que ir, guiados por los que nos llevan de un sitio a otro. Nosotros, los peregrinos, no somos soldados ni policías: somos peregrinos que son acogidos con respeto y gratitud. No somos sujetos de atentados. El problema económico de lo que cuesta el viaje no se puede ignorar. Pero si hay, en efecto, mucha gente que no pueda hacer ese gasto, también es verdad que en vacaciones son miles y millones de españoles los que viajan y no son viajes baratos. Pero entiendo que cada familia sabe cómo está su casa, y respeto cada decisión personal. Pero, sin duda, lo mejor de una peregrinación a Tierra Santa es la experiencia religiosa que lleva consigo visitar, ver, rezar, entrar en los lugares donde sucedieron los misterios de nuestra Redención. ¡Qué duda cabe que ayuda a encontrase con Jesucristo y su palabras y hechos en los lugares donde estos sucedieron! Esto son –palabras y acciones de Jesús, puestas por escrito– el Evangelio. El texto y el contexto muchas veces se unen y nos proporcionan una alegría grande, una acción de gracias por lo que somos. Tierra Santa no es espectacular como otros lugares del globo, pero pocos lugares llenan más que el país de Jesús, si somos cristianos y tenemos fe. Trascribo una reflexión de un peregrino de muchas veces, hecho en Belén: “Conmovidos interiormente, pienso en los días de mi peregrinación jubilar a Tierra Santa. Vuelvo con la mente a aquella gruta en la que se me concedió la gracia de estar en oración. Beso espiritualmente la tierra en la cual ha brotado para el mundo el gozo imperecedero... Pienso en la preocupación en los Santos Lugares, de modo especial, en la ciudad de Belén, donde, a causa de la complicada situación política, no podrán desarrollarse los sugestivos ritos de la Santa Navidad con la solemnidad acostumbrada. Quisiera que aquellas comunidades cristianas escucharan en esta noche la total solidaridad de la Iglesia entera. ¡Queridos hermanos y Hermanas, estamos con vosotros con una plegaria especialmente intensa!... Desde esta plaza centro del mundo católico, resuene una vez más con renovado vigor el anuncio de los ángeles a los pastores: “Gloria a Dios en las alturas…” +Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Toledo

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  • Educar, educar, educar

    25 enero 2017

    Escrito semanal del Sr. Arzobispo de Toledo, D. Braulio Rodríguez Plaza

    Hemos celebrado la fiesta de Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes maestros de la fe católica, que, en su docencia, atendía con solicitud a sus alumnos tras impartir sus clases. Le importaba educar a la persona y no sólo enseñar cosas o materias. Porque educar no atañe sólo a clases, materias, cursos escolares o de universidad. La educación es vital para el ser humano; a los animales se les adiestra; a los hombres y mujeres, desde pequeños, se les educa, esto es, se intenta en libertad “sacar de” ellos lo que llevan dentro para potenciarlo, en un proceso educativo. Cuando uno reflexiona seriamente sobre los problemas de nuestra sociedad llega fácilmente a la conclusión de que el origen de la mayor parte de los males que padecemos proviene de fallos y defectos en la educación. Lo mismo ocurre cuando examinamos la situación de la educación en la fe en nuestra Iglesia. ¿Pueden ir bien o mejor las cosas en comunidades cristianas donde la mayor parte de los fieles, o al menos en gran número, han recibido los sacramentos sin hablar alcanzado la formación/educación personal necesaria para comprenderlos y vivir de acuerdo con sus dones y exigencias? Educar es el arte de trasmitir a los demás lo mejor que uno ha adquirido a lo largo de la vida, con el estudio y la meditación, con la experiencia de los acontecimientos vividos y la relación con otros seres humanos. Este traspaso de la realidad espiritual de una generación a otra es la condición indispensable para el crecimiento de las personas, de la sociedad y de la humanidad entera. Pero ese traspaso de la realidad espiritual a la siguiente generación se ha hecho cada día más difícil. Existen deficiencias, que comienzan en la familia, crecen en la escuela, se amplían después en la vida social y habría que añadir, se consolidan con las debilidades y las omisiones en la educación religiosa. ¿Es exagerado decir que hoy en la mayoría de las familias toledanas hay grandes deficiencias educativas? Algo exagerado sí es, pero esas deficiencias se dan, pues la educación de los hijos requiere convivencia intensa en un clima de comunicación y confianza entre los cónyuges. Algo que falta, por desgracia. También se nota el que los padres estén poco con los hijos y hablen poco con ellos. Sería interesante comprobar cuánto tiempo cada día pasan los padres con sus hijos, hablando con tranquilidad con ellos. ¡Ah!, la vida se ha complicado mucho, decimos. Cierto, pero lo primero es lo primero. También importa el auge que entre nosotros tiene otro principio radicalmente antipedagógico: “Quiero que a mis hijos no les falte nada, que no sean menos que los demás, que crezcan y vivan espontáneamente, que sean felices a su manera”. Unos padres, en consecuencia, adoptan este criterio de compensación, pues recuerdan –dicen– lo que ellos mismos tuvieron que sufrir por sus carencias de medios; otros padecen inseguridad ante las mismas ideas de los hijos, sobre todo si son ya adolescentes o jóvenes. También aparece el deseo a toda costa de mantener en casa unas relaciones distendidas, que haya paz, a pesar de desacuerdos que siempre existen entre padres e hijos, sobre todo en las cosas prácticas. Lo serio de este proceder es que somete la autoridad a la condescendencia y deja a los jóvenes en tantas ocasiones a merced de sus tendencias más instintivas y no se les presenta ningún ideal de vida, no corrige los defectos ni desarrolla su responsabilidad personal. Todo lo cual conduce muchas veces a que estos hijos sufran manipulaciones ideológicas y comerciales, totalmente consumistas. Y dirán muchos padres: ¿qué responsabilidad tienen en esta situación los colegios o, si se quiere, los educadores católicos en colegios y en parroquias? Pues sencillamente, si les hemos ofrecido una versión blanda y desvirtuada del Evangelio, de Jesucristo y de la vida cristiana, sin renuncias, sin esfuerzo, sin ofrecerles virtudes concretas e ideales de santidad y de cierto heroísmo, que da la virtud de la fortaleza, no hemos hecho bien ni estamos haciendo bien. Un buen colegio es un buen colegio en todo, no solo en avances pedagógicos: ahí están también una buena educación eficiente en el campo de los afectos, de las relaciones personales, que afronte lo malo que tiene una actitud permisiva y condescendiente en todo lo referente a la sexualidad. Vean los padres qué colegios pueden escoger, o, también intervengan en las AMPAS para que no valga todo. +Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Toledo

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  • 51 Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales

    24 enero 2017

    Mensaje del Papa Francisco

    Gracias al desarrollo tecnológico, el acceso a los medios de comunicación es tal que muchísimos individuos tienen la posibilidad de compartir inmediatamente noticias y de difundirlas de manera capilar. Estas noticias pueden ser bonitas o feas, verdaderas o falsas. Nuestros padres en la fe ya hablaban de la mente humana como de una piedra de molino que, movida por el agua, no se puede detener. Sin embargo, quien se encarga del molino tiene la posibilidad de decidir si moler trigo o cizaña. La mente del hombre está siempre en acción y no puede dejar de «moler» lo que recibe, pero está en nosotros decidir qué material le ofrecemos. (cf. Casiano el Romano, Carta a Leoncio Igumeno). Me gustaría con este mensaje llegar y animar a todos los que, tanto en el ámbito profesional como en el de las relaciones personales, «muelen» cada día mucha información para ofrecer un pan tierno y bueno a todos los que se alimentan de los frutos de su comunicación. Quisiera exhortar a todos a una comunicación constructiva que, rechazando los prejuicios contra los demás, fomente una cultura del encuentro que ayude a mirar la realidad con auténtica confianza. Creo que es necesario romper el círculo vicioso de la angustia y frenar la espiral del miedo, fruto de esa costumbre de centrarse en las «malas noticias» (guerras, terrorismo, escándalos y cualquier tipo de frustración en el acontecer humano). Ciertamente, no se trata de favorecer una desinformación en la que se ignore el drama del sufrimiento, ni de caer en un optimismo ingenuo que no se deja afectar por el escándalo del mal. Quisiera, por el contrario, que todos tratemos de superar ese sentimiento de disgusto y de resignación que con frecuencia se apodera de nosotros, arrojándonos en la apatía, generando miedos o dándonos la impresión de que no se puede frenar el mal. Además, en un sistema comunicativo donde reina la lógica según la cual para que una noticia sea buena ha de causar un impacto, y donde fácilmente se hace espectáculo del drama del dolor y del misterio del mal, se puede caer en la tentación de adormecer la propia conciencia o de caer en la desesperación. Por lo tanto, quisiera contribuir a la búsqueda de un estilo comunicativo abierto y creativo, que no dé todo el protagonismo al mal, sino que trate de mostrar las posibles soluciones, favoreciendo una actitud activa y responsable en las personas a las cuales va dirigida la noticia. Invito a todos a ofrecer a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo narraciones marcadas por la lógica de la «buena noticia». La buena noticia La vida del hombre no es sólo una crónica aséptica de acontecimientos, sino que es historia, una historia que espera ser narrada mediante la elección de una clave interpretativa que sepa seleccionar y recoger los datos más importantes. La realidad, en sí misma, no tiene un significado unívoco. Todo depende de la mirada con la cual es percibida, del «cristal» con el que decidimos mirarla: cambiando las lentes, también la realidad se nos presenta distinta. Entonces, ¿qué hacer para leer la realidad con «las lentes» adecuadas? Para los cristianos, las lentes que nos permiten descifrar la realidad no pueden ser otras que las de la buena noticia, partiendo de la «Buena Nueva» por excelencia: el «Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1). Con estas palabras comienza el evangelista Marcos su narración, anunciando la «buena noticia» que se refiere a Jesús, pero más que una información sobre Jesús, se trata de la buena noticia que es Jesús mismo. En efecto, leyendo las páginas del Evangelio se descubre que el título de la obra corresponde a su contenido y, sobre todo, que ese contenido es la persona misma de Jesús. Esta buena noticia, que es Jesús mismo, no es buena porque esté exenta de sufrimiento, sino porque contempla el sufrimiento en una perspectiva más amplia, como parte integrante de su amor por el Padre y por la humanidad. En Cristo, Dios se ha hecho solidario con cualquier situación humana, revelándonos que no estamos solos, porque tenemos un Padre que nunca olvida a sus hijos. «No temas, que yo estoy contigo» (Is 43,5): es la palabra consoladora de un Dios que se implica desde siempre en la historia de su pueblo. Con esta promesa: «estoy contigo», Dios asume, en su Hijo amado, toda nuestra debilidad hasta morir como nosotros. En Él también las tinieblas y la muerte se hacen lugar de comunión con la Luz y la Vida. Precisamente aquí, en el lugar donde la vida experimenta la amargura del fracaso, nace una esperanza al alcance de todos. Se trata de una esperanza que no defrauda ―porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5)― y que hace que la vida nueva brote como la planta que crece de la semilla enterrada. Bajo esta luz, cada nuevo drama que sucede en la historia del mundo se convierte también en el escenario para una posible buena noticia, desde el momento en que el amor logra encontrar siempre el camino de la proximidad y suscita corazones capaces de conmoverse, rostros capaces de no desmoronarse, manos listas para construir. La confianza en la semilla del Reino Para iniciar a sus discípulos y a la multitud en esta mentalidad evangélica, y entregarles «las gafas» adecuadas con las que acercarse a la lógica del amor que muere y resucita, Jesús recurría a las parábolas, en las que el Reino de Dios se compara, a menudo, con la semilla que desata su fuerza vital justo cuando muere en la tierra (cf. Mc 4,1-34). Recurrir a imágenes y metáforas para comunicar la humilde potencia del Reino, no es un manera de restarle importancia y urgencia, sino una forma misericordiosa para dejar a quien escucha el «espacio» de libertad para acogerla y referirla incluso a sí mismo. Además, es el camino privilegiado para expresar la inmensa dignidad del misterio pascual, dejando que sean las imágenes ―más que los conceptos― las que comuniquen la paradójica belleza de la vida nueva en Cristo, donde las hostilidades y la cruz no impiden, sino que cumplen la salvación de Dios, donde la debilidad es más fuerte que toda potencia humana, donde el fracaso puede ser el preludio del cumplimiento más grande de todas las cosas en el amor. En efecto, así es como madura y se profundiza la esperanza del Reino de Dios: «Como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece» (Mc 4,26-27). El Reino de Dios está ya entre nosotros, como una semilla oculta a una mirada superficial y cuyo crecimiento tiene lugar en el silencio. Quien tiene los ojos límpidos por la gracia del Espíritu Santo lo ve brotar y no deja que la cizaña, que siempre está presente, le robe la alegría del Reino. Los horizontes del Espíritu La esperanza fundada sobre la buena noticia que es Jesús nos hace elevar la mirada y nos impulsa a contemplarlo en el marco litúrgico de la fiesta de la Ascensión. Aunque parece que el Señor se aleja de nosotros, en realidad, se ensanchan los horizontes de la esperanza. En efecto, en Cristo, que eleva nuestra humanidad hasta el Cielo, cada hombre y cada mujer puede tener la plena libertad de «entrar en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través del velo, es decir, de su propia carne» (Hb 10,19-20). Por medio de «la fuerza del Espíritu Santo» podemos ser «testigos» y comunicadores de una humanidad nueva, redimida, «hasta los confines de la tierra» (cf. Hb 1,7-8). La confianza en la semilla del Reino de Dios y en la lógica de la Pascua configura también nuestra manera de comunicar. Esa confianza nos hace capaces de trabajar ―en las múltiples formas en que se lleva a cabo hoy la comunicación― con la convicción de que es posible descubrir e iluminar la buena noticia presente en la realidad de cada historia y en el rostro de cada persona. Quien se deja guiar con fe por el Espíritu Santo es capaz de discernir en cada acontecimiento lo que ocurre entre Dios y la humanidad, reconociendo cómo él mismo, en el escenario dramático de este mundo, está tejiendo la trama de una historia de salvación. El hilo con el que se teje esta historia sacra es la esperanza y su tejedor no es otro que el Espíritu Consolador. La esperanza es la más humilde de las virtudes, porque permanece escondida en los pliegues de la vida, pero es similar a la levadura que hace fermentar toda la masa. Nosotros la alimentamos leyendo de nuevo la Buena Nueva, ese Evangelio que ha sido muchas veces «reeditado» en las vidas de los santos, hombres y mujeres convertidos en iconos del amor de Dios. También hoy el Espíritu siembra en nosotros el deseo del Reino, a través de muchos «canales» vivientes, a través de las personas que se dejan conducir por la Buena Nueva en medio del drama de la historia, y son como faros en la oscuridad de este mundo, que iluminan el camino y abren nuevos senderos de confianza y esperanza. Vaticano, 24 de enero de 2017 Francisco

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