La herencia espiritual del XXV Sínodo Diocesano

Estamos en las fechas en que hace 25 años, el Cardenal Marcelo González Martín firmaba las Constituciones Sinodales de este Sínodo toledano, que muchos vivisteis y, de muchos modos, hicisteis. Por aquellas mismas fechas rondaba en mi cabeza la idea de un Sínodo diocesano en Osma-Soria, que apenas empecé años después y no pude acabar por mi traslado a la Iglesia de Salamanca. Puedo entender por ello de algún modo la experiencia que tuvisteis. También pensaba entonces, tras más de 25 años de celebrado el Concilio Vaticano II, que era tiempo propicio para que todo el Pueblo de Dios intentara tener una experiencia de fe de una Iglesia que revisa su “hoy” y “aquí”, con lo que esto entraña de conversión personal e institucional (también conversión pastoral decimos hoy).

Vosotros, con el Pastor diocesano, tal vez veíais igualmente la necesidad de poner en práctica la visión de Iglesia que surge del Vaticano II (eclesiología): una Iglesia que vive la comunión y se siente responsable de su marcha, viviendo la gracia de Dios en las diferentes vocaciones y carismas. Por lo que he leído sobre el XXV Sínodo Diocesano, por ahí transcurrieron las cosas en la preparación (1986-1990), con sus diferentes fases: el trabajo presinodal, con sus etapas. La celebración de los trabajos sinodales con su apertura el 20 de enero de 1990; la redacción del documento final, la última votación definitiva de acuerdos del Sínodo y, sobre todo, la solemne clausura el 23 de noviembre de 1991; toda esta actividad creó el espíritu sinodal, la manera de vivir y trabajar apostólicamente para el futuro. Me parece que es el aliento que nosotros reconocemos hoy en las Constituciones Sinodales. Es una vida, una gracia del Espíritu. Una vida que ha permitido a esta Iglesia desplegar el ejercicio de la corresponsabilidad, de amor a la Iglesia, el amor hacia los que juntos recorristeis estas etapas del Sínodo, aunque surgieran, como es lógico, pequeñas tensiones, limitaciones y debilidades.

Permitidme aconsejaros releer las Constituciones Sinodales, sobre todo, para comprobar cómo este Sínodo marcó la marcha de la Iglesia de Toledo. También para renovar ese talante Sinodal que nos aparta de “particularismos”. ¿Quién duda que del Concilio Vaticano II y de este Sínodo han surgido la manera de trabajar en nuestras comunidades parroquiales, nuestros grupos y movimientos, nuestros Planes de pastoral, el que ahora queremos llevar adelante? A mí me gusta reflexionar sobre la historia de la Iglesia y veo tantas cosas que el Espíritu Santo ha hecho en nosotros y con nosotros, que siento un profundo agradecimiento a los Arzobispos que me precedieron, a tantos y tantos que trabajasteis en el Sínodo. En la Iglesia una generación lleva a la otra en sus hombros para ir adelante unos y otros.

Del mensaje final del Sínodo subrayo estas palabras hermosas, que tanto nos alientan: “El Señor Jesús… nos impulsa ahora a, dejándonos llevar a su Espíritu, dirigimos a todos los miembros del Pueblo de Dios nuestra Diócesis de Toledo y a todos los que, aunque no compartáis la misma fe con nosotros, vivís preocupados por el hombre concreto que en nuestra sociedad trabaja y participa de las alegrías y sinsabores que cada día nos ofrece. A todos vosotros os dirigimos, en nombre del Señor, una palabra de esperanza gozosa… Unos y otros hemos oído hablar de Jesucristo. Pertenece su figura a la cultura en el seno de la cual hemos nacido. Y, por eso, lo tenemos como algo propio. Reconocemos con grandeza de ánimo lo que a lo largo de nuestra historia ha representado su Evangelio y su propia persona”.

Entonces, hace veinticinco años como ahora, mostramos un tesoro que deseamos compartir y ser una Iglesia que está al servicio de hombres y mujeres evangelizando, que no es hacer proselitismo, abiertos a la esperanza. Ayer como hoy nuestra Iglesia han de preocuparle las situaciones concretas de sufrimiento de tantas personas: enfermedades, paro, matrimonios y familias desestructuradas, sobre todo, por el divorcio, niños abortados o viviendo en condiciones inaceptables, jóvenes sin ilusión, a veces rotos por la droga y otras adicciones, ancianos no queridos o abandonados. Un cristiano –acaba de decir el papa Francisco- no es tal, si ante un pobre vuelve la cabeza y se desentiende de él.

Hoy como ayer, tenemos urgencia de evangelizar, de llevar a los demás la alegría del Evangelio, saliendo a las periferias geográficas o personales. Hoy como ayer, debe haber menos “clases pasivas” en nuestra Iglesia. Todos corresponsables en las tres grandes acciones eclesiales: el crecimiento de la fe y su transmisión a las nuevas generaciones por medio de Escritura Santa y el kerigma, la catequesis y la profundización en lo que contiene nuestro Credo; el ejercicio del sacerdocio de Cristo en la Liturgia cristiana; y en la función real, que es la caridad, la justicia, la fraternidad que nos ha traído Cristo, la participación en la vida pública y en la mejora y cuidado de la tierra y del mundo.
Santa María el Sínodo, muéstranos a Jesús y ayúdanos a hacer lo que Él nos dice aquí y ahora.

Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo y Primado de España

Misericordia et misera

Misericordia et misera son las dos palabras que san Agustín usa para comentar el encuentro entre Jesús y la adúltera (cf. Jn 8,1-11). No podía encontrar una expresión más bella y coherente que esta para hacer comprender el misterio del amor de Dios cuando viene al encuentro del pecador: «Quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia»[1]. Cuánta piedad y justicia divina hay en este episodio. Su enseñanza viene a iluminar la conclusión del Jubileo Extraordinario de la Misericordia e indica, además, el camino que estamos llamados a seguir en el futuro.

1. Esta página del Evangelio puede ser asumida, con todo derecho, como imagen de lo que hemos celebrado en el Año Santo, un tiempo rico de misericordia, que pide ser siempre celebrada y vivida en nuestras comunidades. En efecto, la misericordia no puede ser un paréntesis en la vida de la Iglesia, sino que constituye su misma existencia, que manifiesta y hace tangible la verdad profunda del Evangelio. Todo se revela en la misericordia; todo se resuelve en el amor misericordioso del Padre.

Una mujer y Jesús se encuentran. Ella, adúltera y, según la Ley, juzgada merecedora de la lapidación; él, que con su predicación y el don total de sí mismo, que lo llevará hasta la cruz, ha devuelto la ley mosaica a su genuino propósito originario. En el centro no aparece la ley y la justicia legal, sino el amor de Dios que sabe leer el corazón de cada persona, para comprender su deseo más recóndito, y que debe tener el primado sobre todo. En este relato evangélico, sin embargo, no se encuentran el pecado y el juicio en abstracto, sino una pecadora y el Salvador. Jesús ha mirado a los ojos a aquella mujer y ha leído su corazón: allí ha reconocido el deseo de ser comprendida, perdonada y liberada. La miseria del pecado ha sido revestida por la misericordia del amor. Por parte de Jesús, ningún juicio que no esté marcado por la piedad y la compasión hacia la condición de la pecadora. A quien quería juzgarla y condenarla a muerte, Jesús responde con un silencio prolongado, que ayuda a que la voz de Dios resuene en las conciencias, tanto de la mujer como de sus acusadores. Estos dejan caer las piedras de sus manos y se van uno a uno (cf. Jn 8,9). Y después de ese silencio, Jesús dice: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado? […] Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (vv. 10-11). De este modo la ayuda a mirar el futuro con esperanza y a estar lista para encaminar nuevamente su vida; de ahora en adelante, si lo querrá, podrá «caminar en la caridad» (cf. Ef 5,2). Una vez que hemos sido revestidos de misericordia, aunque permanezca la condición de debilidad por el pecado, esta debilidad es superada por el amor que permite mirar más allá y vivir de otra manera.

2. Jesús lo había enseñado con claridad en otro momento cuando, invitado a comer por un fariseo, se le había acercado una mujer conocida por todos como pecadora (cf. Lc 7,36-50). Ella había ungido con perfume los pies de Jesús, los había bañado con sus lágrimas y secado con sus cabellos (cf. vv. 37-38). A la reacción escandalizada del fariseo, Jesús responde: «Sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco» (v. 47).

El perdón es el signo más visible del amor del Padre, que Jesús ha querido revelar a lo largo de toda su vida. No existe página del Evangelio que pueda ser sustraída a este imperativo del amor que llega hasta el perdón. Incluso en el último momento de su vida terrena, mientras estaba siendo crucificado, Jesús tiene palabras de perdón: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).

Nada de cuanto un pecador arrepentido coloca delante de la misericordia de Dios queda sin el abrazo de su perdón. Por este motivo, ninguno de nosotros puede poner condiciones a la misericordia; ella será siempre un acto de gratuidad del Padre celeste, un amor incondicionado e inmerecido. No podemos correr el riesgo de oponernos a la plena libertad del amor con el cual Dios entra en la vida de cada persona.

La misericordia es esta acción concreta del amor que, perdonando, transforma y cambia la vida. Así se manifiesta su misterio divino. Dios es misericordioso (cf. Ex 34,6), su misericordia dura por siempre (cf. Sal 136), de generación en generación abraza a cada persona que se confía a él y la transforma, dándole su misma vida.

3. Cuánta alegría ha brotado en el corazón de estas dos mujeres, la adúltera y la pecadora. El perdón ha hecho que se sintieran al fin más libres y felices que nunca. Las lágrimas de vergüenza y de dolor se han transformado en la sonrisa de quien se sabe amado. La misericordia suscita alegría porque el corazón se abre a la esperanza de una vida nueva. La alegría del perdón es difícil de expresar, pero se trasparenta en nosotros cada vez que la experimentamos. En su origen está el amor con el cual Dios viene a nuestro encuentro, rompiendo el círculo del egoísmo que nos envuelve, para hacernos también a nosotros instrumentos de misericordia.

Qué significativas son, también para nosotros, las antiguas palabras que guiaban a los primeros cristianos: «Revístete de alegría, que encuentra siempre gracia delante de Dios y siempre le es agradable, y complácete en ella. Porque todo hombre alegre obra el bien, piensa el bien y desprecia la tristeza […] Vivirán en Dios cuantos alejen de sí la tristeza y se revistan de toda alegría»[2]. Experimentar la misericordia produce alegría. No permitamos que las aflicciones y preocupaciones nos la quiten; que permanezca bien arraigada en nuestro corazón y nos ayude a mirar siempre con serenidad la vida cotidiana.

En una cultura frecuentemente dominada por la técnica, se multiplican las formas de tristeza y soledad en las que caen las personas, entre ellas muchos jóvenes. En efecto, el futuro parece estar en manos de la incertidumbre que impide tener estabilidad. De ahí surgen a menudo sentimientos de melancolía, tristeza y aburrimiento que lentamente pueden conducir a la desesperación. Se necesitan testigos de la esperanza y de la verdadera alegría para deshacer las quimeras que prometen una felicidad fácil con paraísos artificiales. El vacío profundo de muchos puede ser colmado por la esperanza que llevamos en el corazón y por la alegría que brota de ella. Hay mucha necesidad de reconocer la alegría que se revela en el corazón que ha sido tocado por la misericordia. Hagamos nuestras, por tanto, las palabras del Apóstol: «Estad siempre alegres en el Señor» (Flp 4,4; cf. 1 Ts 5,16).

4. Hemos celebrado un Año intenso, en el que la gracia de la misericordia se nos ha dado en abundancia. Como un viento impetuoso y saludable, la bondad y la misericordia se han esparcido por el mundo entero. Y delante de esta mirada amorosa de Dios, que de manera tan prolongada se ha posado sobre cada uno de nosotros, no podemos permanecer indiferentes, porque ella cambia la vida.

Sentimos la necesidad, ante todo, de dar gracias al Señor y decirle: «Has sido bueno, Señor, con tu tierra […]. Has perdonado la culpa de tu pueblo» (Sal 85,2-3). Así es: Dios ha destruido nuestras culpas y ha arrojado nuestros pecados a lo hondo del mar (cf. Mi 7,19); no los recuerda más, se los ha echado a la espalda (cf. Is 38,17); como dista el oriente del ocaso, así aparta de nosotros nuestros pecados (cf. Sal 103,12).

En este Año Santo la Iglesia ha sabido ponerse a la escucha y ha experimentado con gran intensidad la presencia y cercanía del Padre, que mediante la obra del Espíritu Santo le ha hecho más evidente el don y el mandato de Jesús sobre el perdón. Ha sido realmente una nueva visita del Señor en medio de nosotros. Hemos percibido cómo su soplo vital se difundía por la Iglesia y, una vez más, sus palabras han indicado la misión: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23).

5. Ahora, concluido este Jubileo, es tiempo de mirar hacia adelante y de comprender cómo seguir viviendo con fidelidad, alegría y entusiasmo, la riqueza de la misericordia divina. Nuestras comunidades continuarán con vitalidad y dinamismo la obra de la nueva evangelización en la medida en que la «conversión pastoral», que estamos llamados a vivir[3], se plasme cada día, gracias a la fuerza renovadora de la misericordia. No limitemos su acción; no hagamos entristecer al Espíritu, que siempre indica nuevos senderos para recorrer y llevar a todos el Evangelio que salva.

En primer lugar estamos llamados a celebrar la misericordia. Cuánta riqueza contiene la oración de la Iglesia cuando invoca a Dios como Padre misericordioso. En la liturgia, la misericordia no sólo se evoca con frecuencia, sino que se recibe y se vive. Desde el inicio hasta el final de la celebración eucarística, la misericordia aparece varias veces en el diálogo entre la asamblea orante y el corazón del Padre, que se alegra cada vez que puede derramar su amor misericordioso. Después de la súplica de perdón inicial, con la invocación «Señor, ten piedad», somos inmediatamente confortados: «Dios omnipotente tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna». Con esta confianza la comunidad se reúne en la presencia del Señor, especialmente en el día santo de la resurrección. Muchas oraciones «colectas» se refieren al gran don de la misericordia. En el periodo de Cuaresma, por ejemplo, oramos diciendo: «Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, qué aceptas el ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados; mira con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas»[4]. Después nos sumergimos en la gran plegaria eucarística con el prefacio que proclama: «Porque tu amor al mundo fue tan misericordioso que no sólo nos enviaste como redentor a tu propio Hijo, sino que en todo lo quisiste semejante al hombre, menos en el pecado»[5]. Además, la plegaria eucarística cuarta es un himno a la misericordia de Dios: «Compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca». «Ten misericordia de todos nosotros»[6], es la súplica apremiante que realiza el sacerdote, para implorar la participación en la vida eterna. Después del Padrenuestro, el sacerdote prolonga la plegaria invocando la paz y la liberación del pecado gracias a la «ayuda de su misericordia». Y antes del signo de la paz, que se da como expresión de fraternidad y de amor recíproco a la luz del perdón recibido, él ora de nuevo diciendo: «No tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia»[7]. Mediante estas palabras, pedimos con humilde confianza el don de la unidad y de la paz para la santa Madre Iglesia. La celebración de la misericordia divina culmina en el Sacrificio eucarístico, memorial del misterio pascual de Cristo, del que brota la salvación para cada ser humano, para la historia y para el mundo entero. En resumen, cada momento de la celebración eucarística está referido a la misericordia de Dios.

En toda la vida sacramental la misericordia se nos da en abundancia. Es muy relevante el hecho de que la Iglesia haya querido mencionar explícitamente la misericordia en la fórmula de los dos sacramentos llamados «de sanación», es decir, la Reconciliación y la Unción de los enfermos. La fórmula de la absolución dice: «Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz»[8]; y la de la Unción reza así: «Por esta santa Unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo»[9]. Así, en la oración de la Iglesia la referencia a la misericordia, lejos de ser solamente parenética, es altamente performativa, es decir que, mientras la invocamos con fe, nos viene concedida; mientras la confesamos viva y real, nos transforma verdaderamente. Este es un aspecto fundamental de nuestra fe, que debemos conservar en toda su originalidad: antes que el pecado, tenemos la revelación del amor con el que Dios ha creado el mundo y los seres humanos. El amor es el primer acto con el que Dios se da a conocer y viene a nuestro encuentro. Por tanto, abramos el corazón a la confianza de ser amados por Dios. Su amor nos precede siempre, nos acompaña y permanece junto a nosotros a pesar de nuestro pecado.

6. En este contexto, la escucha de la Palabra de Dios asume también un significado particular. Cada domingo, la Palabra de Dios es proclamada en la comunidad cristiana para que el día del Señor se ilumine con la luz que proviene del misterio pascual[10]. En la celebración eucarística asistimos a un verdadero diálogo entre Dios y su pueblo. En la proclamación de las lecturas bíblicas, se recorre la historia de nuestra salvación como una incesante obra de misericordia que se nos anuncia. Dios sigue hablando hoy con nosotros como sus amigos, se «entretiene» con nosotros[11], para ofrecernos su compañía y mostrarnos el sendero de la vida. Su Palabra se hace intérprete de nuestras peticiones y preocupaciones, y es también respuesta fecunda para que podamos experimentar concretamente su cercanía. Qué importante es la homilía, en la que «la verdad va de la mano de la belleza y del bien»[12], para que el corazón de los creyentes vibre ante la grandeza de la misericordia. Recomiendo mucho la preparación de la homilía y el cuidado de la predicación. Ella será tanto más fructuosa, cuanto más haya experimentado el sacerdote en sí mismo la bondad misericordiosa del Señor. Comunicar la certeza de que Dios nos ama no es un ejercicio retórico, sino condición de credibilidad del propio sacerdocio. Vivir la misericordia es el camino seguro para que ella llegue a ser verdadero anuncio de consolación y de conversión en la vida pastoral. La homilía, como también la catequesis, ha de estar siempre sostenida por este corazón palpitante de la vida cristiana.

7. La Biblia es la gran historia que narra las maravillas de la misericordia de Dios. Cada una de sus páginas está impregnada del amor del Padre que desde la creación ha querido imprimir en el universo los signos de su amor. El Espíritu Santo, a través de las palabras de los profetas y de los escritos sapienciales, ha modelado la historia de Israel con el reconocimiento de la ternura y de la cercanía de Dios, a pesar de la infidelidad del pueblo. La vida de Jesús y su predicación marcan de manera decisiva la historia de la comunidad cristiana, que entiende la propia misión como respuesta al mandato de Cristo de ser instrumento permanente de su misericordia y de su perdón (cf. Jn 20,23). Por medio de la Sagrada Escritura, que se mantiene viva gracias a la fe de la Iglesia, el Señor continúa hablando a su Esposa y le indica los caminos a seguir, para que el Evangelio de la salvación llegue a todos. Deseo vivamente que la Palabra de Dios se celebre, se conozca y se difunda cada vez más, para que nos ayude a comprender mejor el misterio del amor que brota de esta fuente de misericordia. Lo recuerda claramente el Apóstol: «Toda Escritura es inspirada por Dios y además útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia» (2 Tm 3,16).

Sería oportuno que cada comunidad, en un domingo del Año litúrgico, renovase su compromiso en favor de la difusión, conocimiento y profundización de la Sagrada Escritura: un domingo dedicado enteramente a la Palabra de Dios para comprender la inagotable riqueza que proviene de ese diálogo constante de Dios con su pueblo. Habría que enriquecer ese momento con iniciativas creativas, que animen a los creyentes a ser instrumentos vivos de la transmisión de la Palabra. Ciertamente, entre esas iniciativas tendrá que estar la difusión más amplia de la lectio divina, para que, a través de la lectura orante del texto sagrado, la vida espiritual se fortalezca y crezca. La lectio divina sobre los temas de la misericordia permitirá comprobar cuánta riqueza hay en el texto sagrado, que leído a la luz de la entera tradición espiritual de la Iglesia, desembocará necesariamente en gestos y obras concretas de caridad[13].

8. La celebración de la misericordia tiene lugar de modo especial en el Sacramento de la Reconciliación. Es el momento en el que sentimos el abrazo del Padre que sale a nuestro encuentro para restituirnos de nuevo la gracia de ser sus hijos. Somos pecadores y cargamos con el peso de la contradicción entre lo que queremos hacer y lo que, en cambio, hacemos (cf. Rm 7,14-21); la gracia, sin embargo, nos precede siempre y adopta el rostro de la misericordia que se realiza eficazmente con la reconciliación y el perdón. Dios hace que comprendamos su inmenso amor justamente ante nuestra condición de pecadores. La gracia es más fuerte y supera cualquier posible resistencia, porque el amor todo lo puede (cf. 1 Co 13,7).

En el Sacramento del Perdón, Dios muestra la vía de la conversión hacia él, y nos invita a experimentar de nuevo su cercanía. Es un perdón que se obtiene, ante todo, empezando por vivir la caridad. Lo recuerda también el apóstol Pedro cuando escribe que «el amor cubre la multitud de los pecados» (1 Pe 4,8). Sólo Dios perdona los pecados, pero quiere que también nosotros estemos dispuestos a perdonar a los demás, como él perdona nuestras faltas: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6,12). Qué tristeza cada vez que nos quedamos encerrados en nosotros mismos, incapaces de perdonar. Triunfa el rencor, la rabia, la venganza; la vida se vuelve infeliz y se anula el alegre compromiso por la misericordia.

9. Una experiencia de gracia que la Iglesia ha vivido con mucho fruto a lo largo del Año jubilar ha sido ciertamente el servicio de los Misioneros de la Misericordia. Su acción pastoral ha querido evidenciar que Dios no pone ningún límite a cuantos lo buscan con corazón contrito, porque sale al encuentro de todos, como un Padre. He recibido muchos testimonios de alegría por el renovado encuentro con el Señor en el Sacramento de la Confesión. No perdamos la oportunidad de vivir también la fe como una experiencia de reconciliación. «Reconciliaos con Dios» (2 Co 5,20), esta es la invitación que el Apóstol dirige también hoy a cada creyente, para que descubra la potencia del amor que transforma en una «criatura nueva» (2 Co 5,17).

Doy las gracias a cada Misionero de la Misericordia por este inestimable servicio de hacer fructificar la gracia del perdón. Este ministerio extraordinario, sin embargo, no cesará con la clausura de la Puerta Santa. Deseo que se prolongue todavía, hasta nueva disposición, como signo concreto de que la gracia del Jubileo siga siendo viva y eficaz, a lo largo y ancho del mundo. Será tarea del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización acompañar durante este periodo a los Misioneros de la Misericordia, como expresión directa de mi solicitud y cercanía, y encontrar las formas más coherentes para el ejercicio de este precioso ministerio.

10. A los sacerdotes renuevo la invitación a prepararse con mucho esmero para el ministerio de la Confesión, que es una verdadera misión sacerdotal. Os agradezco de corazón vuestro servicio y os pido que seáis acogedores con todos; testigos de la ternura paterna, a pesar de la gravedad del pecado; solícitos en ayudar a reflexionar sobre el mal cometido; claros a la hora de presentar los principios morales; disponibles para acompañar a los fieles en el camino penitencial, siguiendo el paso de cada uno con paciencia; prudentes en el discernimiento de cada caso concreto; generosos en el momento de dispensar el perdón de Dios. Así como Jesús ante la mujer adúltera optó por permanecer en silencio para salvarla de su condena a muerte, del mismo modo el sacerdote en el confesionario tenga también un corazón magnánimo, recordando que cada penitente lo remite a su propia condición personal: pecador, pero ministro de la misericordia.

11. Me gustaría que todos meditáramos las palabras del Apóstol, escritas hacia el final de su vida, en las que confiesa a Timoteo de haber sido el primero de los pecadores, «por esto precisamente se compadeció de mí» (1 Tm 1,16). Sus palabras tienen una fuerza arrebatadora para hacer que también nosotros reflexionemos sobre nuestra existencia y para que veamos cómo la misericordia de Dios actúa para cambiar, convertir y transformar nuestro corazón: «Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fio de mí y me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí» (1 Tm 1,12-13).

Por tanto, recordemos siempre con renovada pasión pastoral las palabras del Apóstol: «Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18). Con vistas a este ministerio, nosotros hemos sido los primeros en ser perdonados; hemos sido testigos en primera persona de la universalidad del perdón. No existe ley ni precepto que pueda impedir a Dios volver a abrazar al hijo que regresa a él reconociendo que se ha equivocado, pero decidido a recomenzar desde el principio. Quedarse solamente en la ley equivale a banalizar la fe y la misericordia divina. Hay un valor propedéutico en la ley (cf. Ga 3,24), cuyo fin es la caridad (cf. 1 Tm 1,5). El cristiano está llamado a vivir la novedad del Evangelio, «la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rm 8,2). Incluso en los casos más complejos, en los que se siente la tentación de hacer prevalecer una justicia que deriva sólo de las normas, se debe creer en la fuerza que brota de la gracia divina.

Nosotros, confesores, somos testigos de tantas conversiones que suceden delante de nuestros ojos. Sentimos la responsabilidad de gestos y palabras que toquen lo más profundo del corazón del penitente, para que descubra la cercanía y ternura del Padre que perdona. No arruinemos esas ocasiones con comportamientos que contradigan la experiencia de la misericordia que se busca. Ayudemos, más bien, a iluminar el ámbito de la conciencia personal con el amor infinito de Dios (cf. 1 Jn 3,20).

El Sacramento de la Reconciliación necesita volver a encontrar su puesto central en la vida cristiana; por esto se requieren sacerdotes que pongan su vida al servicio del «ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18), para que a nadie que se haya arrepentido sinceramente se le impida acceder al amor del Padre, que espera su retorno, y a todos se les ofrezca la posibilidad de experimentar la fuerza liberadora del perdón.

Una ocasión propicia puede ser la celebración de la iniciativa 24 horas para el Señor en la proximidad del IV Domingo de Cuaresma, que ha encontrado un buen consenso en las diócesis y sigue siendo como una fuerte llamada pastoral para vivir intensamente el Sacramento de la Confesión.

12. En virtud de esta exigencia, para que ningún obstáculo se interponga entre la petición de reconciliación y el perdón de Dios, de ahora en adelante concedo a todos los sacerdotes, en razón de su ministerio, la facultad de absolver a quienes hayan procurado el pecado de aborto. Cuanto había concedido de modo limitado para el período jubilar[14], lo extiendo ahora en el tiempo, no obstante cualquier cosa en contrario. Quiero enfatizar con todas mis fuerzas que el aborto es un pecado grave, porque pone fin a una vida humana inocente. Con la misma fuerza, sin embargo, puedo y debo afirmar que no existe ningún pecado que la misericordia de Dios no pueda alcanzar y destruir, allí donde encuentra un corazón arrepentido que pide reconciliarse con el Padre. Por tanto, que cada sacerdote sea guía, apoyo y alivio a la hora de acompañar a los penitentes en este camino de reconciliación especial.

En el Año del Jubileo había concedido a los fieles, que por diversos motivos frecuentan las iglesias donde celebran los sacerdotes de la Fraternidad San Pío X, la posibilidad de recibir válida y lícitamente la absolución sacramental de sus pecados[15]. Por el bien pastoral de estos fieles, y confiando en la buena voluntad de sus sacerdotes, para que se pueda recuperar con la ayuda de Dios, la plena comunión con la Iglesia Católica, establezco por decisión personal que esta facultad se extienda más allá del período jubilar, hasta nueva disposición, de modo que a nadie le falte el signo sacramental de la reconciliación a través del perdón de la Iglesia.

13. La misericordia tiene también el rostro de la consolación. «Consolad, consolad a mi pueblo» (Is 40,1), son las sentidas palabras que el profeta pronuncia también hoy, para que llegue una palabra de esperanza a cuantos sufren y padecen. No nos dejemos robar nunca la esperanza que proviene de la fe en el Señor resucitado. Es cierto, a menudo pasamos por duras pruebas, pero jamás debe decaer la certeza de que el Señor nos ama. Su misericordia se expresa también en la cercanía, en el afecto y en el apoyo que muchos hermanos y hermanas nos ofrecen cuando sobrevienen los días de tristeza y aflicción. Enjugar las lágrimas es una acción concreta que rompe el círculo de la soledad en el que con frecuencia terminamos encerrados.

Todos tenemos necesidad de consuelo, porque ninguno es inmune al sufrimiento, al dolor y a la incomprensión. Cuánto dolor puede causar una palabra rencorosa, fruto de la envidia, de los celos y de la rabia. Cuánto sufrimiento provoca la experiencia de la traición, de la violencia y del abandono; cuánta amargura ante la muerte de los seres queridos. Sin embargo, Dios nunca permanece distante cuando se viven estos dramas. Una palabra que da ánimo, un abrazo que te hace sentir comprendido, una caricia que hace percibir el amor, una oración que permite ser más fuerte…, son todas expresiones de la cercanía de Dios a través del consuelo ofrecido por los hermanos.

A veces también el silencio es de gran ayuda; porque en algunos momentos no existen palabras para responder a los interrogantes del que sufre. La falta de palabras, sin embargo, se puede suplir por la compasión del que está presente y cercano, del que ama y tiende la mano. No es cierto que el silencio sea un acto de rendición, al contrario, es un momento de fuerza y de amor. El silencio también pertenece al lenguaje de la consolación, porque se transforma en una obra concreta de solidaridad y unión con el sufrimiento del hermano.

14. En un momento particular como el nuestro, caracterizado por la crisis de la familia, entre otras, es importante que llegue una palabra de gran consuelo a nuestras familias. El don del matrimonio es una gran vocación a la que, con la gracia de Cristo, hay que corresponder con al amor generoso, fiel y paciente. La belleza de la familia permanece inmutable, a pesar de numerosas sombras y propuestas alternativas: «El gozo del amor que se vive en las familias es también el júbilo de la Iglesia»[16]. El sendero de la vida lleva a que un hombre y una mujer se encuentren, se amen y se prometan fidelidad por siempre delante de Dios, a menudo se interrumpe por el sufrimiento, la traición y la soledad. La alegría de los padres por el don de los hijos no es inmune a las preocupaciones con respecto a su crecimiento y formación, y para que tengan un futuro digno de ser vivido con intensidad.

La gracia del Sacramento del Matrimonio no sólo fortalece a la familia para que sea un lugar privilegiado en el que se viva la misericordia, sino que compromete a la comunidad cristiana, y con ella a toda la acción pastoral, para que se resalte el gran valor propositivo de la familia. De todas formas, este Año jubilar nos ha de ayudar a reconocer la complejidad de la realidad familiar actual. La experiencia de la misericordia nos hace capaces de mirar todas las dificultades humanas con la actitud del amor de Dios, que no se cansa de acoger y acompañar[17].

No podemos olvidar que cada uno lleva consigo el peso de la propia historia que lo distingue de cualquier otra persona. Nuestra vida, con sus alegrías y dolores, es algo único e irrepetible, que se desenvuelve bajo la mirada misericordiosa de Dios. Esto exige, sobre todo de parte del sacerdote, un discernimiento espiritual atento, profundo y prudente para que cada uno, sin excluir a nadie, sin importar la situación que viva, pueda sentirse acogido concretamente por Dios, participar activamente en la vida de la comunidad y ser admitido en ese Pueblo de Dios que, sin descanso, camina hacia la plenitud del reino de Dios, reino de justicia, de amor, de perdón y de misericordia.

15. El momento de la muerte reviste una importancia particular. La Iglesia siempre ha vivido este dramático tránsito a la luz de la resurrección de Jesucristo, que ha abierto el camino de la certeza en la vida futura. Tenemos un gran reto que afrontar, sobre todo en la cultura contemporánea que, a menudo, tiende a banalizar la muerte hasta el punto de esconderla o considerarla una simple ficción. La muerte en cambio se ha de afrontar y preparar como un paso doloroso e ineludible, pero lleno de sentido: como el acto de amor extremo hacia las personas que dejamos y hacia Dios, a cuyo encuentro nos dirigimos. En todas las religiones el momento de la muerte, así como el del nacimiento, está acompañado de una presencia religiosa. Nosotros vivimos la experiencia de las exequias como una plegaria llena de esperanza por el alma del difunto y como una ocasión para ofrecer consuelo a cuantos sufren por la ausencia de la persona amada.

Estoy convencido de la necesidad de que, en la acción pastoral animada por la fe viva, los signos litúrgicos y nuestras oraciones sean expresión de la misericordia del Señor. Es él mismo quien nos da palabras de esperanza, porque nada ni nadie podrán jamás separarnos de su amor (cf. Rm 8,35). La participación del sacerdote en este momento significa un acompañamiento importante, porque ayuda a sentir la cercanía de la comunidad cristiana en los momentos de debilidad, soledad, incertidumbre y llanto.

16. Termina el Jubileo y se cierra la Puerta Santa. Pero la puerta de la misericordia de nuestro corazón permanece siempre abierta, de par en par. Hemos aprendido que Dios se inclina hacia nosotros (cf. Os 11,4) para que también nosotros podamos imitarlo inclinándonos hacia los hermanos. La nostalgia que muchos sienten de volver a la casa del Padre, que está esperando su regreso, está provocada también por el testimonio sincero y generoso que algunos dan de la ternura divina. La Puerta Santa que hemos atravesado en este Año jubilar nos ha situado en la vía de la caridad, que estamos llamados a recorrer cada día con fidelidad y alegría. El camino de la misericordia es el que nos hace encontrar a tantos hermanos y hermanas que tienden la mano esperando que alguien la aferre y poder así caminar juntos.

Querer acercarse a Jesús implica hacerse prójimo de los hermanos, porque nada es más agradable al Padre que un signo concreto de misericordia. Por su misma naturaleza, la misericordia se hace visible y tangible en una acción concreta y dinámica. Una vez que se la ha experimentado en su verdad, no se puede volver atrás: crece continuamente y transforma la vida. Es verdaderamente una nueva creación que obra un corazón nuevo, capaz de amar en plenitud, y purifica los ojos para que sepan ver las necesidades más ocultas. Qué verdaderas son las palabras con las que la Iglesia ora en la Vigilia Pascual, después de la lectura que narra la creación: «Oh Dios, que con acción maravillosa creaste al hombre y con mayor maravilla lo redimiste».[18]

La misericordia renueva y redime, porque es el encuentro de dos corazones: el de Dios, que sale al encuentro, y el del hombre. Mientras este se va encendiendo, aquel lo va sanando: el corazón de piedra es transformado en corazón de carne (cf. Ez 36,26), capaz de amar a pesar de su pecado. Es aquí donde se descubre que es realmente una «nueva creatura» (cf. Ga 6,15): soy amado, luego existo; he sido perdonado, entonces renazco a una vida nueva; he sido «misericordiado», entonces me convierto en instrumento de misericordia.

17. Durante el Año Santo, especialmente en los «viernes de la misericordia», he podido darme cuenta de cuánto bien hay en el mundo. Con frecuencia no es conocido porque se realiza cotidianamente de manera discreta y silenciosa. Aunque no llega a ser noticia, existen sin embargo tantos signos concretos de bondad y ternura dirigidos a los más pequeños e indefensos, a los que están más solos y abandonados. Existen personas que encarnan realmente la caridad y que llevan continuamente la solidaridad a los más pobres e infelices. Agradezcamos al Señor el don valioso de estas personas que, ante la debilidad de la humanidad herida, son como una invitación para descubrir la alegría de hacerse prójimo. Con gratitud pienso en los numerosos voluntarios que con su entrega de cada día dedican su tiempo a mostrar la presencia y cercanía de Dios. Su servicio es una genuina obra de misericordia y hace que muchas personas se acerquen a la Iglesia.

18. Es el momento de dejar paso a la fantasía de la misericordia para dar vida a tantas iniciativas nuevas, fruto de la gracia. La Iglesia necesita anunciar hoy esos «muchos otros signos» que Jesús realizó y que «no están escritos» (Jn 20,30), de modo que sean expresión elocuente de la fecundidad del amor de Cristo y de la comunidad que vive de él. Han pasado más de dos mil años y, sin embargo, las obras de misericordia siguen haciendo visible la bondad de Dios.

Todavía hay poblaciones enteras que sufren hoy el hambre y la sed, y despiertan una gran preocupación las imágenes de niños que no tienen nada para comer. Grandes masas de personas siguen emigrando de un país a otro en busca de alimento, trabajo, casa y paz. La enfermedad, en sus múltiples formas, es una causa permanente de sufrimiento que reclama socorro, ayuda y consuelo. Las cárceles son lugares en los que, con frecuencia, las condiciones de vida inhumana causan sufrimientos, en ocasiones graves, que se añaden a las penas restrictivas. El analfabetismo está todavía muy extendido, impidiendo que niños y niñas se formen, exponiéndolos a nuevas formas de esclavitud. La cultura del individualismo exasperado, sobre todo en Occidente, hace que se pierda el sentido de la solidaridad y la responsabilidad hacia los demás. Dios mismo sigue siendo hoy un desconocido para muchos; esto representa la más grande de las pobrezas y el mayor obstáculo para el reconocimiento de la dignidad inviolable de la vida humana.

Con todo, las obras de misericordia corporales y espirituales constituyen hasta nuestros días una prueba de la incidencia importante y positiva de la misericordia como valor social. Ella nos impulsa a ponernos manos a la obra para restituir la dignidad a millones de personas que son nuestros hermanos y hermanas, llamados a construir con nosotros una «ciudad fiable».[19]

19. En este Año Santo se han realizado muchos signos concretos de misericordia. Comunidades, familias y personas creyentes han vuelto a descubrir la alegría de compartir y la belleza de la solidaridad. Y aun así, no basta. El mundo sigue generando nuevas formas de pobreza espiritual y material que atentan contra la dignidad de las personas. Por este motivo, la Iglesia debe estar siempre atenta y dispuesta a descubrir nuevas obras de misericordia y realizarlas con generosidad y entusiasmo.

Esforcémonos entonces en concretar la caridad y, al mismo tiempo, en iluminar con inteligencia la práctica de las obras de misericordia. Esta posee un dinamismo inclusivo mediante el cual se extiende en todas las direcciones, sin límites. En este sentido, estamos llamados a darle un rostro nuevo a las obras de misericordia que conocemos de siempre. En efecto, la misericordia se excede; siempre va más allá, es fecunda. Es como la levadura que hace fermentar la masa (cf. Mt 13,33) y como un granito de mostaza que se convierte en un árbol (cf. Lc 13,19).

Pensemos solamente, a modo de ejemplo, en la obra de misericordia corporal de vestir al desnudo (cf. Mt 25,36.38.43.44). Ella nos transporta a los orígenes, al jardín del Edén, cuando Adán y Eva se dieron cuenta de que estaban desnudos y, sintiendo que el Señor se acercaba, les dio vergüenza y se escondieron (cf. Gn 3,7-8). Sabemos que el Señor los castigó; sin embargo, él «hizo túnicas de piel para Adán y su mujer, y los vistió» (Gn 3,21). La vergüenza quedó superada y la dignidad fue restablecida.

Miremos fijamente también a Jesús en el Gólgota. El Hijo de Dios está desnudo en la cruz; su túnica ha sido echada a suerte por los soldados y está en sus manos (cf. Jn 19,23-24); él ya no tiene nada. En la cruz se revela de manera extrema la solidaridad de Jesús con todos los que han perdido la dignidad porque no cuentan con lo necesario. Si la Iglesia está llamada a ser la «túnica de Cristo»[20] para revestir a su Señor, del mismo modo ha de empeñarse en ser solidaria con aquellos que han sido despojados, para que recobren la dignidad que les han sido despojada. «Estuve desnudo y me vestisteis» (Mt 25,36) implica, por tanto, no mirar para otro lado ante las nuevas formas de pobreza y marginación que impiden a las personas vivir dignamente.

No tener trabajo y no recibir un salario justo; no tener una casa o una tierra donde habitar; ser discriminados por la fe, la raza, la condición social…: estas, y muchas otras, son situaciones que atentan contra la dignidad de la persona, frente a las cuales la acción misericordiosa de los cristianos responde ante todo con la vigilancia y la solidaridad. Cuántas son las situaciones en las que podemos restituir la dignidad a las personas para que tengan una vida más humana. Pensemos solamente en los niños y niñas que sufren violencias de todo tipo, violencias que les roban la alegría de la vida. Sus rostros tristes y desorientados están impresos en mi mente; piden que les ayudemos a liberarse de las esclavitudes del mundo contemporáneo. Estos niños son los jóvenes del mañana; ¿cómo los estamos preparando para vivir con dignidad y responsabilidad? ¿Con qué esperanza pueden afrontar su presente y su futuro?

El carácter social de la misericordia obliga a no quedarse inmóviles y a desterrar la indiferencia y la hipocresía, de modo que los planes y proyectos no queden sólo en letra muerta. Que el Espíritu Santo nos ayude a estar siempre dispuestos a contribuir de manera concreta y desinteresada, para que la justicia y una vida digna no sean sólo palabras bonitas, sino que constituyan el compromiso concreto de todo el que quiere testimoniar la presencia del reino de Dios.

20. Estamos llamados a hacer que crezca una cultura de la misericordia, basada en el redescubrimiento del encuentro con los demás: una cultura en la que ninguno mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada cuando vea el sufrimiento de los hermanos. Las obras de misericordia son «artesanales»: ninguna de ellas es igual a otra; nuestras manos las pueden modelar de mil modos, y aunque sea único el Dios que las inspira y única la «materia» de la que están hechas, es decir la misericordia misma, cada una adquiere una forma diversa.

Las obras de misericordia tocan todos los aspectos de la vida de una persona. Podemos llevar a cabo una verdadera revolución cultural a partir de la simplicidad de esos gestos que saben tocar el cuerpo y el espíritu, es decir la vida de las personas. Es una tarea que la comunidad cristiana puede hacer suya, consciente de que la Palabra del Señor la llama siempre a salir de la indiferencia y del individualismo, en el que se corre el riesgo de caer para llevar una existencia cómoda y sin problemas. «A los pobres los tenéis siempre con vosotros» (Jn 12,8), dice Jesús a sus discípulos. No hay excusas que puedan justificar una falta de compromiso cuando sabemos que él se ha identificado con cada uno de ellos.

La cultura de la misericordia se va plasmando con la oración asidua, con la dócil apertura a la acción del Espíritu Santo, la familiaridad con la vida de los santos y la cercanía concreta a los pobres. Es una invitación apremiante a tener claro dónde tenemos que comprometernos necesariamente. La tentación de quedarse en la «teoría sobre la misericordia» se supera en la medida que esta se convierte en vida cotidiana de participación y colaboración. Por otra parte, no deberíamos olvidar las palabras con las que el apóstol Pablo, narrando su encuentro con Pedro, Santiago y Juan, después de su conversión, se refiere a un aspecto esencial de su misión y de toda la vida cristiana: «Nos pidieron que nos acordáramos de los pobres, lo cual he procurado cumplir» (Ga 2,10). No podemos olvidarnos de los pobres: es una invitación hoy más que nunca actual, que se impone en razón de su evidencia evangélica.

21. Que la experiencia del Jubileo grabe en nosotros las palabras del apóstol Pedro: «Los que antes erais no compadecidos, ahora sois objeto de compasión» (1 P 2,10). No guardemos sólo para nosotros cuanto hemos recibido; sepamos compartirlo con los hermanos que sufren, para que sean sostenidos por la fuerza de la misericordia del Padre. Que nuestras comunidades se abran hasta llegar a todos los que viven en su territorio, para que llegue a todos, a través del testimonio de los creyentes, la caricia de Dios.

Este es el tiempo de la misericordia. Cada día de nuestra vida está marcado por la presencia de Dios, que guía nuestros pasos con el poder de la gracia que el Espíritu infunde en el corazón para plasmarlo y hacerlo capaz de amar. Es el tiempo de la misericordia para todos y cada uno, para que nadie piense que está fuera de la cercanía de Dios y de la potencia de su ternura. Es el tiempo de la misericordia, para que los débiles e indefensos, los que están lejos y solos sientan la presencia de hermanos y hermanas que los sostienen en sus necesidades. Es el tiempo de la misericordia, para que los pobres sientan la mirada de respeto y atención de aquellos que, venciendo la indiferencia, han descubierto lo que es fundamental en la vida. Es el tiempo de la misericordia, para que cada pecador no deje de pedir perdón y de sentir la mano del Padre que acoge y abraza siempre.

A la luz del «Jubileo de las personas socialmente excluidas», mientras en todas las catedrales y santuarios del mundo se cerraban las Puertas de la Misericordia, intuí que, como otro signo concreto de este Año Santo extraordinario, se debe celebrar en toda la Iglesia, en el XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, la Jornada mundial de los pobres. Será la preparación más adecuada para vivir la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el cual se ha identificado con los pequeños y los pobres, y nos juzgará a partir de las obras de misericordia (cf. Mt 25,31-46). Será una Jornada que ayudará a las comunidades y a cada bautizado a reflexionar cómo la pobreza está en el corazón del Evangelio y sobre el hecho que, mientras Lázaro esté echado a la puerta de nuestra casa (cf. Lc 16,19-21), no podrá haber justicia ni paz social. Esta Jornada constituirá también una genuina forma de nueva evangelización (cf. Mt 11,5), con la que se renueve el rostro de la Iglesia en su acción perenne de conversión pastoral, para ser testimonio de la misericordia.

22. Que los ojos misericordiosos de la Santa Madre de Dios estén siempre vueltos hacia nosotros. Ella es la primera en abrir camino y nos acompaña cuando damos testimonio del amor. La Madre de Misericordia acoge a todos bajo la protección de su manto, tal y como el arte la ha representado a menudo. Confiemos en su ayuda materna y sigamos su constante indicación de volver los ojos a Jesús, rostro radiante de la misericordia de Dios.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 20 de noviembre, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, del Año del Señor 2016, cuarto de pontificado.

FRANCISCO

¿Cómo puedes colaborar con tu parroquia?

La comunidad de la Nueva Alianza, fundada por Jesucristo, es un misterio adorable; pero es, sin embargo, muy concreta. Su primer rostro es la parroquia, comunidad cristiana en un territorio concreto, sea en pueblo o en ciudad. No se nos debe, pues, olvidar que en una parroquia fuimos bautizados y pertenecemos a la familia de Dios. Somos de este mundo, hermanos con otros hermanos en esa familia de Dios, hijos de un mismo Padre. Quiere decirse que tú y yo tenemos cosas muy sencillas en común como ocurre en una familia, que, si se olvidan, algo se pierde.

¿Conoces la historia de tu parroquia? ¿Es de las construidas hace mucho tiempo, o es de reciente creación? ¿Conoces quién la construyó? Tal vez hay mucha historia por construir, porque no pensarás que parroquia es lo mismo que templo parroquial. Tú formas parte de esa historia. Yo creo que es historia que tiene futuro. A no ser que seas un “despegao”, no cabe duda de que la comunidad parroquial nos acompaña en los momentos más importantes de nuestra vida.

¿Conoces algún grupo de la parroquia? Todavía van niños, jóvenes y adultos a los centros parroquiales, que con bastante frecuencia se hacen parroquia para conocer a Jesucristo; allí se forman para no caer en la rutina. También para dar razón de nuestra esperanza: ¿Por qué creo, para qué quiero recibir los sacramentos? Tal vez tu parroquia sea pequeña, pero no por eso despreciable. ¿Sabes horarios de Misas, de encuentro, de despacho parroquial, de gente que busca consuelo o consejo o, simplemente, que se le escuche? ¿Sabes que el grupo de Cáritas no debe faltar porque son muchos los que sufren, los “descartados”? ¿Puede haber personas que acompañan a los enfermos, o catequistas o “manitas” que están voluntariamente dispuestos a ayudar arreglando cosas?

Y todo esto, ¿para qué? Buena pregunta. Nuestras iglesias y otros locales no son señales de que la Iglesia es muy poderosa. No hay propiedad más compartida que los templos y locales para actividades pastorales. Son necesarios para ser utilizados. ¿Dónde, sino, dar catequesis y dar vida a los enfermos, necesitados y cuantos quieren ser mejores cristianos?

¿Te has preguntado alguna vez de dónde viene el dinero para que esta Iglesia local pueda abrirse? No me digas que viene del Estado o del gobierno. Eso ya no se sostiene; es mentira. Los gastos de cada día los han de pagar los cristianos, sacerdotes y fieles. Y hay luz eléctrica que pagar, y calefacción y tejas que arreglar y goteras que se deterioran. No estoy diciendo que todo en la parroquia se reduzca sólo a lo monetario. Nunca lo he dicho, ni lo diré. Únicamente que contribuyas a tu comunidad parroquial con tu persona. Esto es lo más importante: tareas, grupos, campañas, cuidar de los pobres y pequeños. Pero si esto no puedes hacer –que habría que verlo-, ¿por qué no contribuyes, al menos, con tu dinero o tu aportación? No vamos a imponer ningún impuesto, pero hay muchas formas de ayudar.

Por ejemplo: el templo parroquial o una ermita es bueno que estén abiertos no solo para la celebración eucarística u otro acto litúrgico: es importante que haya templos abiertos para poder rezar, en silencio. Pero muchos no se pueden abrir, porque roban. Tú podrías ofrecerte para estar pendiente del templo unas horas a la semana o al mes. Tú mismo puedes hacer la visita al Santísimo o rezar un rato por esta o aquella intención, por la paz, por los difuntos, por los pobres. O puedes colaborar como voluntario de Caritas, Manos Unidas, y un lago etcétera. ¡Hace tanta falta el consuelo y la esperanza! Hacer de la parroquia (templo, locales y sobre todo comunidad de cristianos) un lugar, un ámbito cercano, cálido… es posible contigo.

¿Conoces los gastos y los ingresos anuales que tu parroquia maneja? ¿Qué se puede estar necesitando? Sin duda que en el tema económico también puedes ayudar. Además, ahora es una gran oportunidad para hacerlo, porque desde enero de 2016 los donativos a cualquier institución, asociación, ONG desgravan más por ley; y esto se aplica, por supuesto, a las donaciones que realices a la parroquia y a la Diócesis. Infórmate bien.

Aquí termina mi conversación sobre la Iglesia diocesana, sobre la parroquia. He hablado de todo un poco. Lo he hecho, creo, con sencillez. Cordialmente.

Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo y Primado de España

Clausura diocesana del Año de la Misericordia

Queridos hermanos:

“¿Quién soy yo, Señor? ¿De dónde a mí esta sabiduría, que no estaba en mí, ni sabía el número de los días, ni conocía a Dios? ¿De dónde me vino luego este don tan grande y tan salvador de conocer a Dios y amarlo durante este Año de la Misericordia que hoy acaba en esta nuestra Iglesia?” Estas podrían ser palabras que hoy dirigiéramos a Cristo Salvador, Rostro de la Misericordia del Padre. Porque sentimos que estamos en deuda con Dios, que nos ha dado esta gracia tan grande.

El Papa Francisco convocó un Jubileo Extraordinario como tiempo propicio para que la Iglesia experimente el amor de Dios que acoge y perdona incondicionalmente, para que nosotros en cada comunidad cristiana hayamos podido convertirnos en un Hogar de Misericordia (MV, 3), todos “misericordiosos como el Padre”. Aquí estamos, hermanos, los cristianos de la Diócesis: fieles laicos, vida consagrada, presbíteros y diáconos, obispos. Juntos hemos respondido mejor o peor a la invitación del Señor afinando la escucha del corazón para ponernos en sintonía de Dios, pues ha sido verdad que “El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias (Ap. 3, 22).

“¿Cómo hemos vivido este “año de gracia del Señor?” (Lc. 4, 19). ¿Qué ha sucedido en nuestras vidas, en la vida de nuestra Iglesia, qué huella hemos seguido del paso de Dios en nuestra vida? Comenzamos este año en el Adviento, casi llegada la Navidad. Pudimos así comprender que el pequeño “sí” que se nos pedía no era más que una consecuencia lógica del “sí” que otorgamos a Cristo y a su Iglesia en el momento de recibir la gracia de los sacramentos de Iniciación cristiana, o el sí a mi vocación cristiana específica, en el sacerdocio, en la vida matrimonial y de familia, de la vida consagrada. Cristo se decidió por mí, antes que yo por Él. Sólo tenemos que ser testigos de la misericordia y de la cercanía de Dios hacia cada uno de nosotros, y decirlo, viviendo y actuando esa misericordia.

“¡Cómo deseo que los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios!” (MV 5). Son palabras del Papa Francisco, pues él, al encargarnos la misión de la misericordia, ha querido compartir con nosotros su deseo. A todos se nos ha ofrecido la oportunidad de vivir numerosos acontecimientos para ofrecer una palabra que no es nuestra: la palabra del perdón y la misericordia y el paso de Dios por la propia vida. Hablamos, hermanos, en primera persona del plural porque un cristiano nunca está verdaderamente solo: únicamente el Hijo de Dios experimentó la soledad más extrema a fin de que nadie tuviera que volver a soportarla.

Son muchas las vivencias que hemos ido atesorando durante el año jubilar. Momentos que marcarán la historia de nuestra Iglesia, ahora que celebramos también los 25 años de la Clausura del Sínodo diocesano, aquel momento de gracia y de ponerse a caminar en la tarea pastoral comunitaria, por el que hoy también damos rendidas gracias a Dios. Cada uno de nosotros tiene, pues, que detenerse para reconocer la compañía del Resucitado, que comparte casi sin hacer ruido nuestra peregrinación como si nos dijera también a nosotros: “¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?” (Lc 24, 17).

Pero hemos de mirar, hermanos, al tiempo que nos queda, el tiempo que resta, al tiempo que viene. “El tiempo es apremiante” (1Cor7, 29) decía san Pablo a aquellos cristianos de Corinto. Cada uno de nosotros ha tenido esta misma experiencia: el tiempo es don precioso que no podemos desperdiciar, pues nos ofrece posibilidades inéditas para nosotros. El tiempo es el mensajero de Dios (cfr. EG 171). Es preciso así que la gracia del año jubilar invada nuestra vida cotidiana, y hacerla presente en medio de ella. Nuestra memoria hoy nos invita a mirar, sí, hacia atrás; pero también hacia adelante. Hacia atrás porque desde aquel 1991, con don Marcelo al firmar las Constituciones Sinodales, don Francisco y don Antonio, entrañables Arzobispos de Toledo, y conmigo mismo, hemos de tener una memoria agradecida al pasado diocesano, que no nos impide ver el mucho camino por recorrer para que nuestra Iglesia sea comunidad que sale al encuentro, que no se queda parada; que sea hospital de tantos, casa de todos y cosa de todos. Hay muchas cosas que dependen de nuestra acción, pero todavía más que dependen de Dios. Lo propio de Dios es hacer, al hombre le toca dejarse hacer. Valga esto para nuestro PPD, para tantas “cosas nuevas”.

¿Son realmente nuevas? La novedad no procede del ingenio de quienes llevan y han de llevar a cabo la programación pastoral. No es esta novedad a la que me refiero. La novedad cristiana no es una idea ni un concepto ni un conjunto de normas. Para los católicos, la novedad procede de una persona. Recuerden lo que reconocía el rabino Jacob Neusner al Papa Benedicto: “Jesús no ha dejado nada fuera de la ley judía, aunque ha añadido algo: así mismo (cf. Jesús de Nazaret, I p. 136)”.

Ya en el siglo II, san Ireneo se había formulado esta pregunta y había dado idéntica respuesta: “¿Qué trajo de nuevo el Señor con su venida? Ha traído toda novedad, trayéndose así mismo” (Adv. Haer. IV, 34, 1).

El mismo Papa Ratzinger ha desarrollado este argumento de la novedad de Jesús: “¿Qué ha traído Jesús realmente, si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído? La respuesta es muy sencilla: a Dios. Ha traído a Dios. Aquel Dios cuyo rostro se había ido revelando primero poco a poco, desde Abrahán hasta la literatura sapiencial, pasando por Moisés y los profetas; el Dios que había mostrado su rostro a Israel y que, si bien entre muchas sombras, había sido honrado en el mundo de los pueblos; ese Dios, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, el Dios verdadero, Él lo traído a los pueblos de la tierra. Ha traído a Dios: ahora conocemos su rostro, ahora podemos invocarlo. Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres de este mundo. Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino; la fe, la esperanza y el amor” (Jesús de Nazaret, I, 69-70).

La novedad cristiana, pues, se llama Jesucristo. Y cuando hablamos de lo “Nuevo”, nos referimos al Encuentro Personal con Jesucristo que sucede en la Iglesia. Esta novedad perenne se está perdiendo y por eso tantos cristianos están confusos y desorientados y no saben trasmitir la fe, ni amar al prójimo, ni santificar el domingo y las fiestas. Van al aire de las modas y no se alegran sino con espectáculos que la sociedad de consumo les ofrece. Por eso, dice el Papa Francisco: “ (…). Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre “nueva” (EG 11).

Si hay encuentro con Dios, es porque Él ha salido a nuestro encuentro, en Jesucristo y nos ha concedido de su Espíritu: Hay “novedad” porque el Encuentro transforma completamente nuestra vida y nos saca de esquemas “aburridos” en los que a veces tratamos de encerrar a Jesucristo. El Año Jubilar, nuestro PPD y aquel magnifico Sínodo del que celebramos el 25 aniversario de su clausura, pueden suponer en nosotros estos contenidos fundamentales para nuestra Iglesia, nuestras parroquias y grupos para cada uno de nosotros de cara al futuro inmediato:

1) Estamos descubriendo a Dios mejor en la perspectiva de misericordia, que crea en nosotros un corazón más abierto a ir a buscar a los demás, a curar heridas y ofrecer esa misericordia a los más pobres, descartados y alejados. El Papa Benedicto XVI nos dice que la esperanza de los cristianos es Dios, pero “no cualquier dios, sino el Dios que tiene rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto (Spe Salvi, 31).

2) El año jubilar nos ha ayudado a habitar la comunidad cristiana como la casa de una Madre. También un nombre nuevo para la Iglesia es Madre, pues la Misericordia es “la viga que sostiene la vida de la Iglesia” (MV, 10). Todo en la Iglesia “debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes: nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia” (Ibídem). De vivir o no la misericordia dependerá la credibilidad de la misión evangelizadora de la comunidad cristiana. Para ello debemos volver a esa imagen antigua y nueva: la Iglesia es nuestra Madre, porque me ha dado la vida, en una palabra, la Iglesia es nuestra madre, porque nos da a Cristo, rostro humano de la misericordia del Padre. Desde aquí podemos entender mejor el sentido del sacramento de la Reconciliación, al recibir la absolución de nuestros pecados y que supone volver a la casa del Padre, y a la casa de la Madre.

3) Seguir esforzándonos por un nuevo estilo de misión. La Iglesia no es una ciudadela, es un signo vivo del amor del Padre a todos los hombres, como nos dijo el Concilio Vaticano II. Somos –debemos ser- una Iglesia misionera, que anuncia a Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. Con un mensaje claro, verdadero. Pero con un estilo nuevo hacia “una humanidad herida, una humanidad que arrastra heridas profundas. No sabe cómo curarlas o cree que no es posible curarlas” (Papa Francisco, el nombre de Dios es misericordia, 36). Las obras de misericordia que los hijos de la Iglesia practican son las prácticas de una Iglesia que ha experimentado misericordia.

El Año de la misericordia se abrió el día de la Inmaculada del 2015. Reconocer a María Inmaculada supone confesar con los labios y el corazón, que Dios es capaz de hacerlo nuevo. Él puede curar nuestras heridas y hacer de nosotros criaturas nuevas. Desde la imagen de la puerta que hemos atravesado, pedimos a Santa María que este Jubileo deje huella en nosotros, aquello que expresaba el Papa Francisco: “¡Cómo deseo que los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios!” (MV 5). ¡Que así sea!

La importancia de que haya perdón

Estamos acabando el Año de la Misericordia, abierto por el Papa Francisco el 8 de diciembre de 2015, y que él mismo clausurará el domingo 20 de noviembre próximo. Antes, el domingo 13 será el final de este año de gracia del Señor en nuestra Catedral. Quisiera referirme a un aspecto de este Año de la Misericordia que, subrayado constantemente por el Papa, puede desaparecer de nuestra memoria, si no lo retenemos: la alegría que experimenta la persona que se encuentra con Jesucristo que le perdona. Sobre todo si a ese encuentro misericordioso con Jesús ha contribuido el anuncio del Señor que hayamos podido hacer los que ya conocemos a Cristo; bien por nuestro acercamiento a la situación de los que estaban alejados de Dios, en las periferias existenciales lejos del Evangelio y su alegría, bien por otros muchos medios de los que se vale el Señor para ello.

Hay personas que te dicen: ¡Ojalá tuviera yo tu fe! ¿Qué sabemos, en efecto, muchas veces lo que significa una vida sin fe, una persona que quisiera dar sentido a su vida y no sabe o no puede? ¿Por qué no ha encontrado un verdadero cristiano que con su vida atrayente haya facilitado el acceso a Dios? Para mí, cuando una persona me dice que no cree, casi no sé qué decirle, porque es una sensación, una vivencia que yo no he tenido: siempre he creído en Dios y no he tenido dudas serias de fe. Me impresionan, pues, películas como Las Horas (2002), de Stephen Daldry, que trata de tres mujeres que buscan ansiosamente el sentido a su vida. En un momento, una de las protagonistas, que cuenta a otra su intento de suicidio y del abandono de su familia, dice:

-Quizá sería maravilloso decir que te arrepientes… Sería fácil… ¿Pero tendría sentido? ¿Acaso puedes arrepentirte cuando no hay alternativa? No pude soportarlo, y ya está…Nadie va a perdonarme. Era la muerte, y yo elegí la vida.

Lo terrible es que en el horizonte asfixiante de la película no hay a posibilidad de perdón, y sobre todo, no hay a quien pedir perdón, y por ello posibilidad de arrepentimiento. Pero desde este trasfondo, que muestra a una parte considerable de nuestro mundo, el hombre y la mujer de hoy, sin embargo, podrían redescubrir la gran noticia que es el Evangelio del perdón. Nuestro grito sería: ¡el perdón existe, es posible! ¿Hay quien puede perdonarlo todo! Y no solo puede hacerlo, sino que lo hace. Lo que ha dicho el Papa Francisco a lo largo de todo este año es que la experiencia cristiana es la experiencia de haber sido perdonado, de raíz, y de cómo ese perdón abre la posibilidad de una vida nueva. Y por eso es tan necesario que, desde esa experiencia de ser perdonado, podamos llegar a los que no saben esto, acercarse a ellos, no juzgar su situación y hablarles del perdón.

¡Cuántas vidas perdonadas, cuántas personas que han descubierto a Dios en este año encontrándose con Cristo en el perdón y la misericordia! En adelante no deberíamos olvidar esta faceta de la vida del cristiano: no hemos de quedarnos simplemente en buscar la verdad en una buena formación llegando a una claridad de nuestra fe, sino que, viviendo la caridad de Cristo en la verdad, acercarse al que sufre sin juzgarle y anunciarle la alegría del Evangelio.

El abrazo gratuito e incondicional de Jesús, ese encuentro con Él y con su perdón en el sacramento de la Penitencia, a través de la figura del sacerdote que perdona en nombre de Dios, es algo inaudito, bellísimo y alcance de nuestro corazón. Descubrir esa posibilidad de experimentar el amor de Cristo a quien lo desconoce, a quien no sabe a quién acudir para ser perdonado, es un servicio impagable a la humanidad y a quien está herido al borde del camino. Les invito a leer despacio los números 1422 al 1498 del Catecismo de la Iglesia Católica. En esos números se explica en qué consiste el sacramento de la reconciliación. Es un buen ejercicio para acabar el Año de la Misericordia, ese regalo de la Iglesia a la humanidad de la mano del Papa Francisco.

+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Toledo
Primado de España

Jubileo de los reclusos

El mensaje que la Palabra de Dios quiere comunicarnos hoy es ciertamente de esperanza.

Uno de los siete hermanos condenados a muerte por el rey Antíoco Epífanes dice: «Dios mismo nos resucitará» (2M 7,14). Estas palabras manifiestan la fe de aquellos mártires que, no obstante los sufrimientos y las torturas, tienen la fuerza para mirar más allá. Una fe que, mientras reconoce en Dios la fuente de la esperanza, muestra el deseo de alcanzar una vida nueva.

Del mismo modo, en el Evangelio, hemos escuchado cómo Jesús con una respuesta simple pero perfecta elimina toda la casuística banal que los saduceos le habían presentado. Su expresión: «No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos» (Lc 20,38), revela el verdadero rostro del Padre, que desea sólo la vida de todos sus hijos. La esperanza de renacer a una vida nueva, por tanto, es lo que estamos llamados a asumir para ser fieles a la enseñanza de Jesús.

La esperanza es don de Dios. Está ubicada en lo más profundo del corazón de cada persona para que pueda iluminar con su luz el presente, muchas veces turbado y ofuscado por tantas situaciones que conllevan tristeza y dolor. Tenemos necesidad de fortalecer cada vez más las raíces de nuestra esperanza, para que puedan dar fruto. En primer lugar, la certeza de la presencia y de la compasión de Dios, no obstante el mal que hemos cometido. No existe lugar en nuestro corazón que no pueda ser alcanzado por el amor de Dios. Donde hay una persona que se ha equivocado, allí se hace presente con más fuerza la misericordia del Padre, para suscitar arrepentimiento, perdón, reconciliación.

Hoy celebramos el Jubileo de la Misericordia para vosotros y con vosotros, hermanos y hermanas reclusos. Y es con esta expresión de amor de Dios, la misericordia, que sentimos la necesidad de confrontarnos. Ciertamente, la falta de respeto por la ley conlleva la condena, y la privación de libertad es la forma más dura de descontar una pena, porque toca la persona en su núcleo más íntimo. Y todavía así, la esperanza no puede perderse. Una cosa es lo que merecemos por el mal que hicimos, y otra cosa distinta es el «respiro» de la esperanza, que no puede sofocarlo nada ni nadie. Nuestro corazón siempre espera el bien; se lo debemos a la misericordia con la que Dios nos sale al encuentro sin abandonarnos jamás (cf. san Agustín, Sermo 254,1).

En la carta a los Romanos, el apóstol Pablo habla de Dios como del «Dios de la esperanza» (Rm 15,13). Es como si nos quisiera decir que también Dios espera; y por paradójico que pueda parecer, es así: Dios espera. Su misericordia no lo deja tranquilo. Es como el Padre de la parábola, que espera siempre el regreso del hijo que se ha equivocado (cf. Lc 15,11-32). No existe tregua ni reposo para Dios hasta que no ha encontrado la oveja descarriada (cf. Lc 15,5). Por tanto, si Dios espera, entonces la esperanza no se le puede quitar a nadie, porque es la fuerza para seguir adelante; la tensión hacia el futuro para transformar la vida; el estímulo para el mañana, de modo que el amor con el que, a pesar de todo, nos ama, pueda ser un nuevo camino… En definitiva, la esperanza es la prueba interior de la fuerza de la misericordia de Dios, que nos pide mirar hacia adelante y vencer la atracción hacia el mal y el pecado con la fe y la confianza en él.

Queridos reclusos, es el día de vuestro Jubileo. Que hoy, ante el Señor, vuestra esperanza se encienda. El Jubileo, por su misma naturaleza, lleva consigo el anuncio de la liberación (cf. Lv 25,39-46). No depende de mí poderla conceder, pero suscitar el deseo de la verdadera libertad en cada uno de vosotros es una tarea a la que la Iglesia no puede renunciar. A veces, una cierta hipocresía lleva a ver sólo en vosotros personas que se han equivocado, para las que el único camino es la cárcel. No se piensa en la posibilidad de cambiar de vida, hay poca confianza en la rehabilitación. Pero de este modo se olvida que todos somos pecadores y, muchas veces, somos prisioneros sin darnos cuenta. Cuando se permanece encerrados en los propios prejuicios, o se es esclavo de los ídolos de un falso bienestar, cuando uno se mueve dentro de esquemas ideológicos o absolutiza leyes de mercado que aplastan a las personas, en realidad no se hace otra cosa que estar entre las estrechas paredes de la celda del individualismo y de la autosuficiencia, privados de la verdad que genera la libertad. Y señalar con el dedo a quien se ha equivocado no puede ser una excusa para esconder las propias contradicciones.

Sabemos que ante Dios nadie puede considerarse justo (cf. Rm 2,1-11). Pero nadie puede vivir sin la certeza de encontrar el perdón. El ladrón arrepentido, crucificado junto a Jesús, lo ha acompañado en el paraíso (cf. Lc 23,43). Ninguno de vosotros, por tanto, se encierre en el pasado. La historia pasada, aunque lo quisiéramos, no puede ser escrita de nuevo. Pero la historia que inicia hoy, y que mira al futuro, está todavía sin escribir, con la gracia de Dios y con vuestra responsabilidad personal. Aprendiendo de los errores del pasado, se puede abrir un nuevo capítulo de la vida. No caigamos en la tentación de pensar que no podemos ser perdonados. Ante cualquier cosa, pequeña o grande, que nos reproche el corazón, sólo debemos poner nuestra confianza en su misericordia, pues «Dios es mayor que nuestro corazón» (1Jn 3,20).

La fe, incluso si es pequeña como un grano de mostaza, es capaz de mover montañas (cf. Mt 17,20). Cuantas veces la fuerza de la fe ha permitido pronunciar la palabra perdón en condiciones humanamente imposibles. Personas que han padecido violencias y abusos en sí mismas o en sus seres queridos o en sus bienes. Sólo la fuerza de Dios, la misericordia, puede curar ciertas heridas. Y donde se responde a la violencia con el perdón, allí también el amor que derrota toda forma de mal puede conquistar el corazón de quien se ha equivocado. Y así, entre las víctimas y entre los culpables, Dios suscita auténticos testimonios y obreros de la misericordia.

Hoy veneramos a la Virgen María en esta imagen que la representa como una Madre que tiene en sus brazos a Jesús con una cadena rota, las cadenas de la esclavitud y de la prisión. Que ella dirija a cada uno de vosotros su mirada materna, haga surgir de vuestro corazón la fuerza de la esperanza para vivir una vida nueva y digna en plena libertad y en el servicio del prójimo.

¿Nos sobran los santos?

Sin negar la posibilidad de vivir la fiesta del 1 de noviembre llenándola de máscaras que parecen reírse de la muerte de manera desenfadada o de temor y desesperanza en la que no cabe la fe en la resurrección de los muertos, la Iglesia Católica abre el mes de noviembre con la gran fiesta de Todos los Santos. La liturgia de este día ha sido un cántico de alabanza a Dios que en sus elegidos ha obrado la maravilla de la santificación. Respondiendo valientemente a la llamada de Dios, los santos gozan del premio eterno, son intercesores nuestros, ejemplo de fidelidad y fortaleza para nuestra debilidad e igualmente para nuestro deseo de ser cristianos de verdad.

Los santos vencen y convencen. La Sagrada Escritura una y otra vez el recuerdo de “nuestros padres”, los antepasados. Son los santos del Antiguo Testamento –Abrahán, Isaac, Jacob, José, David, Tobías, Job-, son presentados, también por el Nuevo Testamento, como ejemplo de fidelidad, de perseverancia, como ánimo para la paciencia y la lucha. Por esta razón, los cristianos no hacemos, pues, la víspera del 1 de noviembre una parodia de la muerte, con manifestaciones no precisamente bellas de un aquelarre de cadáveres o escenas de miedo, que no sé si dan ganas de reír o llorar por la banalidad a la que se somete la muerte. Preferimos fijarnos en el triunfo y la alegría que la vida de resucitados trae en nuestras vidas por Jesucristo, triunfante en sus santos.

Si preguntáramos a la gente: ¿qué espera usted de la muerte?, muchos contestarían: “Nada”. Pues no es así entre los cristianos. La prueba es que el día 2 de noviembre y todo este mes, ofrecemos por los fieles difuntos, los nuestros, sufragios, oraciones y sobre todo, la Santa Misa. Es que creemos que Jesucristo ha resucitado y pedimos en noviembre y en todo tiempo por nuestros hermanos que durmieron con la esperanza de la Resurrección. “El máximo enigma de la vida humana es la muerte –decía hace 50 años el Concilio Vaticano II-. Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre (…) Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte” (Gaudium et spes, 18).

Poco a poco Dios ha ido revelando el significado de esa realidad que es la muerte hasta llegar a la revelación definitiva, pero no por eso menos misteriosa, en y por la resurrección de Jesucristo. Todo lo que podemos decir en cristiano acerca de la muerte lo debemos referir a la muerte de Cristo. En ella advertimos una dimensión personal, ya que Cristo asumió libremente la muerte, una dimensión comunitaria puesto que Él murió por nosotros, por todos los hombres y una relación con la misma muerte porque Él triunfó totalmente sobre su poder.

Si nos fijamos bien en los funerales cristianos, la esperanza cierta de la Resurrección es uno de los temas tratados con más fuerza. Las lecturas bíblicas, las antífonas y las oraciones constantemente expresan la confianza en la resurrección de los muertos. El mismo enterramiento esconde este significado profundo: la Iglesia deposita el cuerpo del difunto en las entrañas de la madre tierra, como el agricultor siembra en el surco la semilla, con la esperanza de que un día renacerá con más fuerza, convertido en un cuerpo transfigurado y glorioso (cfr. 1Cor 15, 42-49). Este rito simbólico nada tiene que ver con la fealdad de Halloween, una parodia de lo que es la muerte con fines consumistas. Nada tenemos en contra de desfiles de máscaras, de fiestas o encuentros y visitas de acá para allá, pero esa manera de entender la muerte nada tiene que ver con la esperanza cristiana y la fe en la resurrección de los muertos.

Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo y Primado de España