Elevar un himno de acción de gracias

Escrito semanal del Sr. Arzobispo de Toledo, D. Braulio Rodríguez Plaza
Les invito, queridos lectores, a una acción de gracias al Señor por tantos dones que nos ha dado en 2016; mi invitación quiere igualmente dirigirse a nuestro Dios y a abrirse a todo cuanto nos otorgue Él en 2017. Dios nos ha regalado sobre todo su Gracia en persona, esto es, el Don viviente y personal del Padre, que es su Hijo predilecto, nuestro Señor Jesucristo, nacido de la Virgen María.
Precisamente esta gratitud por los dones recibidos de Dios en el tiempo que se nos ha concedido vivir nos ayuda a descubrir un gran valor inscrito en el tiempo, esa dimensión de nuestra vida siempre misteriosa para nosotros. Marcado el tiempo en sus ritmos anuales, mensuales, semanales y diarios, está habitado por el amor de Dios, por sus dones de gracias; de este modo es tiempo de salvación. Es que el Dios eterno entró y permanece en el tiempo del hombre. Cuando la persona de Jesús, en efecto, entró y permanece en el mundo, entró y permanece en el tiempo de los hombres y mujeres como Salvador de mundo. Con mucha fuerza nos lo recuerda san Pablo: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo… para que reviéramos la filiación adoptiva” (Gál 4,4-5).
Tal vez con los ruidos y costumbres del fin de año (Nochevieja) no hemos entrado en la hondura de lo que supone para nosotros que el Eterno entre en el tiempo y lo renueva de raíz, liberando al hombre del pecado y haciéndolo hijo de Dios. Por eso estamos tan despistados a veces, envueltos en comidas y “bebidas”, fiestas y regalos, que no llenan el corazón. Ya “al principio”, o sea, con la creación del mundo y del hombre y la mujer, la eternidad de Dios hizo surgir el tiempo, en el que transcurre la historia humana, de generación en generación. Ahora, con la venida de Cristo y con su redención, estamos “en la plenitud” del tiempo. Como pone de relieve san Pablo, con Jesús el tiempo llega a su plenitud, a su cumplimiento, adquiriendo el significado de salvación y de gracia por el que fue querido por Dios antes de la creación del mundo.
Sí, hermanos, la Navidad nos remite a esta “plenitud” del tiempo, es decir, a la salvación renovada traída por Jesús a todos los hombres. Nos la recuerda y, misteriosa pero realmente, nos la da siempre de nuevo. Toda Navidad es siempre nueva. Nuestro tiempo humano está lleno de males, de sufrimientos, de dramas de todo tipo. Están provocados por la maldad de los hombres y aquí se incluyen hasta los males derivados de catástrofe naturales. Pero encierra ya a la vez este tiempo, y de forma imborrable, la novedad gozosa y liberadora de Cristo Salvador a lo largo del año.
Precisamente en el Niño de Belén podemos contemplar de modo particularmente luminoso y elocuente el encuentro de la eternidad de Dios con el tiempo de los hombres, como expresa con frecuencia la liturgia de la Iglesia. La Navidad nos hace volver a encontrar a Dios en la carne humilde y débil de un niño. ¿No hay aquí una invitación a nosotros a reencontrar la presencia de Dios y de su amor, que da la salvación también en las horas breves y fatigosas de nuestra vida cotidiana? ¿No es igualmente una invitación a descubrir que nuestro tiempo humano –también en los momentos difíciles y duros- está enriquecido incesantemente por las gracias del Señor, es más por la Gracia que es el Señor mismo?
Decimos a nuestro Dios: “Señor, Tú eres nuestra esperanza, no quedaremos defraudados para siempre”. Quien nos entrega en la Navidad a Cristo, nuestra esperanza, es siempre ella, la Madre de Dios, María santísima. Como hizo con los pastores y hará con los Magos, sus brazos y más aún su corazón siguen ofreciendo al mundo a Jesús, su Hijo y nuestro Salvador. En Él está toda nuestra esperanza, porque de Él han venido para todo hombre y mujer la salvación y la paz. Que Dios en Cristo, que quiso compartir nuestro tiempo, les guie en el nuevo año, para que así sea venturoso.
+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Toledo