URGENCIA DE ANUNCIAR A JESUCRISTO

Pienso que en el momento actual urge mucho anunciar a Jesucristo y su
Evangelio. Quienes intentamos vivir la fe cristiana, y nos preocupa que nuestros
contemporáneos se encuentren con el Señor, hemos de dejar nacer a Cristo en
nuestra sociedad y que su Espíritu se desarrolle de manera que este nacimiento de
Jesús en la Iglesia y en las almas pueda ser reconocido y percibido en toda su
riqueza y en el mundo ambiguo de creencias, de búsquedas de paz efímeras y de
deseos de tener energías nuevas.
Hablemos, pues, de Cristo, el Señor como de Alguien a quien conocemos
bien y no de oídas; en quien confiamos porque nos fiamos de Él; con quien
contamos en el caminar de la vida; a quien amamos porque le hemos encontrado
nosotros mismos y, por ello, podemos mostrarlo con su ayuda naturalmente.
Nuestra fe no es abstracta, no creemos en cosas raras, ni en maravillosísmos.
Creemos a Cristo, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, amigo en el camino de la vida,
porque Él es el Camino y la Verdad y la Vida. Necesitan nuestros contemporáneos
que les mostremos que nuestra vida no tiene sentido sin Cristo.
Nosotros tenemos que estar convencidos de que podemos meditar y hablar
siempre de las cosas de Dios en la vida diaria, estando en casa. Por la palabra
“casa” podemos entender la Iglesia o, también, nosotros mismos. Pero hablemos
siempre de Él con palabras y obras. Urge proclamar: Jesús es el Cristo, el Hijo de
Dios vivo. Es Él quien nos ha revelado al Dios invisible, de modo que lo invisible de
Cristo es Dios Padre y lo visible de Dios Padre es el Hijo. Y Él es “el primogénito de
toda criatura, en el que todo se mantiene”.
Por eso, no podemos hablar de Cristo de cualquier manera: hemos de sentir
la necesidad de anunciarlo, y no callar su grandeza: “Ay de mí- dice san Pablo- si
no evangelizo” (1Cor 9, 16). Yo debo confesar su nombre y lo que significa: Jesús es
Cristo, Hijo de Dios vivo. Él es el centro de la historia y del mundo; Él es el que nos
conoce y nos ama de manera increíble; Él es el compañero y amigo de nuestra vida,
en las penas y las alegrías; Él es el hombre del dolor, asumido por nosotros y que
trae la esperanza. Nunca terminaría de hablar de Él, confesó san Pablo VI en una
memorable homilía en el “Quezon Circle” de Manila en 1970, pues es la luz, es la
vida. Él es el pan, la fuente de agua vida que sacia nuestra hambre y nuestra sed.
¿Puede Cristo ser también el que puede incluso resolver los problemas
prácticos y concretos de la vida presente, y valer para dirigir mi vida cuando se
encuentra en situaciones cruciales? ¿Qué puede hacer por nosotros en esas
circunstancias? Con otras palabras, ¿puede la concepción cristiana de la vida, que
surge de la fe en Cristo, inspirar una verdadera renovación social en mí y en la
sociedad en la que vivimos? ¿Podrá ajustarse esa forma de ver las cosas desde
Cristo a las exigencias de la vida moderna, y favorecer el progreso y el bienestar
para todos? Son muchas preguntas sin duda, pero un discípulo de Cristo puede
responder afirmativamente que Él puede ser salvación incluso en el nivel terreno y
humano de la vida práctica de cada día, aunque esto suponga remar
contracorriente.

Hay que subrayar, no obstante, que Cristo promulga perennemente su gran
mandamiento del amor, que es su mandamiento nuevo: “Amamos unos a otros
como yo os he amado” (Jn 13, 34-35). En este sentido, no existe ningún fermento
social más fuerte y mejor que este mandamiento de Cristo para poner en
movimiento energías morales incomparables para denunciar todo egoísmo, toda
injusticia, toda tardanza y todo olvido de intentar solucionar o paliar las
necesidades de los otros. Él ha proclamado la igualdad y la fraternidad de todos los
hombres, basada en la paternidad sobre nosotros de su Padre, que Jesús nos ha
desvelado. ¿Qué esperamos, pues, hermanos para anunciar y poner en práctica
este mandamiento nuevo de Jesús que cambiar las relaciones entre los hombres y
mujeres?

Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo, Primado de España