Si, en otro tiempo, la muerte suponía un dolor en la vida de los hombres y mujeres con una intensidad que poco a poco se iba viviendo; hoy los medios nos tienen tan habituados a las desgracias y al rostro del dolor, que paradójicamente podemos olvidarnos de esas muertes. Y olvidarnos, incluso, de la muerte de Cristo. De modo que la Semana Santa no pasa a veces de ser para muchos una tradición piadosa que se vive en unos días de descanso, en los que además se degustan platos y postres típicos y se asiste, por pasar el rato, a alguna procesión. La muerte de Jesús y lo que sigue significando para el mundo de hoy y nuestra sociedad se evita cuidadosamente, y no se entra en ella invitándonos a reflexionar, a orar, a un silencio interior.
Tampoco es que hayamos avanzado mucho a nivel del gran público, formado en su mayoría por bautizados, en la comprensión adecuada del término “resurrección”, de vital importancia, pues es la otra cara del misterio de la Semana Santa. Por esta razón, el que quiera venerar de verdad la Pasión del Señor debe contemplar de tal manera con los ojos del corazón a Jesús crucificado, que reconozca su propia carne en la carne crucificada de Jesús, pues así nos dispone a adentrarnos en el ya inminente misterio de la cruz, pero, sobre todo nos invita a “experimentar” la misericordia de Cristo en su Pasión, confesando nuestros pecados en la Penitencia y recibiendo su amor comulgando a Cristo Resucitado en la Misa Pascual.
Ciertamente, no hay enfermo a quien en estos días le sea negado la victoria de la Cruz, ni hay nadie a quien no ayude la oración de Cristo. Pues si ésta fue de provecho para los que tanto se ensañaban con Él en la Pasión, ¿cuánto más no lo será para los que se convierten a él? Pero para que esto sea posible, es necesario que la ignorancia de la Cruz de Cristo sea eliminada, y se acepte que la sangre sagrada del Señor ha apagado aquella espada de fuego que guardaba las fronteras de la vida en el paraíso, perdido por el pecado.
El pueblo cristiano es invitado, pues, en Semana Santa a gozar de las riquezas del paraíso recuperado por la muerte y resurrección de Jesús: está abierto el regreso a la patria perdida para todos, a no ser a aquellos que se cierren a sí mismos ese camino de regreso. No es cualquiera el que padeció por nuestra salvación, es el Verbo de Dios que se hizo carne y puso su morada entre nosotros. ¿Quién hay, pues, entre los hombres y mujeres que no tenga una naturaleza común con la de Cristo? Todos, pero la condición es que aceptemos a Cristo, el que asumió la nuestra. ¿A quién dejó excluido Jesús de su misericordia sino al que se resiste a creer? ¿Y quién hay que no pueda ser regenerado por el mismo Espíritu por el que Él fue engendrado en las entrañas de María?
¿Y quién no reconoce en Cristo, humillado y desechado en su Pasión, su propia debilidad, puesto que Él poseyó la condición humana en toda su realidad y la condición divina en toda su plenitud? Tú le importas a Cristo; por ti sufrió su pasión, para ti resucitó. No dudes que es bueno que experimente en estos días de Semana Santa su salvación; que en las iglesias o en las calles mires al Crucificado. Él por amor entró en Jerusalén con sus discípulos a sufrir su pasión y a ofrecer en la Cruz su persona por la salvación de la humanidad. No desaproveches estos días hermosos y profundos que cambiar la vida y la relación entre los que habitan este mundo. Estoy seguro que encontrarás la paz que Dios da a los que le buscan. Es la renovación pascual, para que nos hemos estado preparando durante toda la Cuaresma, que acaba en la mañana del Jueves Santo, para desembocar en la Pascua de la Resurrección de Jesús, vencedor de su muerte y de la tuya. Feliz Pascua. Os la deseo de todo corazón.
Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo y Primado de España