Termina otra vez un año

“Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la ley, para redimir a los que estaban sometidos a la ley y hacernos hijos adoptivos” (Gál 4,4-5). Son palabras adecuadas para un final de año, pues de manera breve y concisa nos introducen en el proyecto que Dios tiene para con nosotros: que vivamos como hijos en el tiempo, para serlos por toda la eternidad.

Toda la historia de salvación encuentra eco aquí: el que no estaba sujeto a la ley, decidió por amor, perder todo tipo de privilegio y entrar por el lugar menos esperado para liberar a los que sí estábamos bajo la ley. Y, la novedad es que decidió hacerlo en la pequeñez y en la fragilidad de un recién nacido. En Jesucristo, Dios no se disfrazó de hombre, se hizo hombre y compartió en todo nuestra condición. Quiso estar cerca de todos aquellos que se sienten perdidos, avergonzados, heridos, desahuciados, desconsolados o acorralados. Cercano a todos aquellos que en su carne llevan el peso de la lejanía y de la soledad, para que el pecado, la vergüenza, las heridas, el desconsuelo, la exclusión, no tengan la última palabra en la vida de sus hijos.

Al terminar otra vez un año, nos detenemos frente al pesebre, para dar gracias por todos los signos de la generosidad divina en nuestra vida y en nuestra historia, que se ha manifestado de mil maneras en el testimonio de tantos rostros que anónimamente han sabido arriesgar. Acción de gracias que no quiere ser nostalgia estéril o recuerdo vacío del pasado idealizado y desencarnado, sino memoria viva que ayude a despertar la creatividad personal y comunitaria porque sabemos que Dios está con nosotros, y lo está de verdad.

Nos detenemos frente al belén para contemplar como Dios se ha hecho presente durante todo este año y así recordarnos que cada tiempo, cada momento es portador de gracia y de bendición. El pesebre nos desafía a no dar nada ni a nadie por perdido. Mirar el pesebre es animarnos a asumir nuestro lugar en la historia sin lamentarnos ni amargarnos, sin encerrarnos o evadirnos, sin buscar atajos que nos privilegien. Mirar el pesebre entraña saber que el tiempo que nos espera requiere de iniciativas audaces y esperanzadoras, así como de renunciar a protagonismos vacíos o a luchas interminables por figurar.

Mirando el pesebre nos encontramos con los rostros de José y María. Rostros jóvenes cargados de esperanzas e inquietudes, cargados de preguntas. Rostros jóvenes que miran hacia delante con la no fácil tarea de ayudar al Niño-Dios a crecer. No se puede hablar de futuro sin contemplar estos rostros jóvenes y asumir la responsabilidad que tenemos para con nuestros jóvenes; más que responsabilidad, la palabra justa es deuda, sí, la deuda que tenemos con ellos. Hablar de un año que termina es sentirnos invitados a pensar como estamos encarando el lugar que los jóvenes tienen en nuestra sociedad.
Hemos creado una cultura que, por un lado, idolatra la juventud queriéndola hacer eterna pero, paradójicamente, hemos condenando a nuestros jóvenes a no tener un espacio de real inserción, ya que lentamente los hemos ido marginando de la vida pública obligándolos a emigrar o a mendigar por empleos que no existen o no les permiten proyectarse en un mañana.

Queremos que nuestros jóvenes sí tengan lugar en nuestras comunidades cristianas, en nuestras parroquias. Lo pide el Papa Francisco, que en 2018 quiere que el Sínodo de los Obispos trate sobre los jóvenes y la vocación. Se nos pide asumir el compromiso que cada uno tiene, por poco que parezca, de ayudar a nuestros jóvenes a recuperar, aquí en su tierra, en su patria, horizontes concretos de un futuro a construir, porque creen en Cristo y la alegría del Evangelio transforma su vida. “No nos privemos de la fuerza de sus manos, de sus mentes, de su capacidad de profetizar los sueños de sus mayores (cf. Jl 3, 1)”, dijo el Papa el 31 de diciembre de 2016. Y también “Si queremos apuntar a un futuro que sea digno para ellos, podremos lograrlo sólo apostando por una verdadera inclusión: esa que da el trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario (cf. Discurso en ocasión de la entrega del Premio Carlomagno, 6 de mayo de 2016).

Mirar a Cristo en el pesebre nos desafía a ayudar a nuestros jóvenes para que no se dejen desilusionar frente a nuestras impaciencias y estimularlos a que sean capaces de soñar y de luchar por sus sueños. Capaces de crecer y volverse padres de nuestro pueblo.

Frente al año que termina qué bien nos hace contemplar al Niño-Dios. Es una invitación a volver a las fuentes y raíces de nuestra fe. En Jesús la fe se hace esperanza, se vuelve fermento y bendición: «Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría» (EG, 3). ¡Feliz Año!

+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Toledo

Mensaje de Navidad

Buenas noches.

¿Me permiten que en este momento de la Nochebuena les dirija unas palabas a ustedes, católicos, pero también a otros cristianos y a quienes nos vean y que no celebren muy convencidos esta fiesta del Nacimiento de Cristo?

Lo que celebramos es muy sencillo: nace el Hijo de Dios en persona, Aquél que existe desde toda la eternidad… enriquece a todos los demás hombres, haciéndose pobre Él mismo, ya que acepta la pobreza de nuestra condición humana, para que podamos conseguir las riquezas de la divinidad. Quiere esto decir que cada uno de nosotros podemos llegar a ser hijos de Dios y, así, amar ser amados por encima de nuestras diferencias de cultura, de dinero, de riquezas, de razas, ideologías y conflictos.

Y lo que sucede es actualísimo, no ha pasado, aunque para muchos Navidad sea una fiesta más. Unas fiestas de invierno, días para solo divertirse y no amar, pasar unas vacaciones sin preguntarse qué significa Navidad y por qué la celebramos.

Les invito a ir más allá de una celebración de la Navidad política y socialmente correcta; a pensar qué cambió cuando Cristo nació y se nos dio como regalo –el regalo-. También lo que ese Niño significa para las relaciones con los demás: acercamiento a cuantos nos rodean, preocupación por los más pobres, vivir un sentido de justicia y un rechazo de situaciones de injusticia por terrorismo, por exclusión de los demás, por la guerra y el hambre provocadas sin sentido o porque no cuidamos de la madre tierra.

Los católicos además debemos vivir Navidad como miembros de la Iglesia de Cristo, que en cada comunidad, empezando por el propio hogar, compartimos la misma esperanza. En definitiva, la Navidad debe renovar nuestras actitudes de amar a Dios, a Cristo, de encontrarnos con Él; de ser mejores padres y madres, mejores hermanos, mejor familia, mejores vecinos, mejores compatriotas; de querer más a enfermos y quienes necesiten más amor por la soledad, sufrimiento, momentos difíciles de la vida.

En la tradición de la cena familiar de Nochebuena, no olviden que lo más importante no es lo que cenamos, sino la mirada de amor a quienes nos rodean, porque hemos invitado a Jesús y su familia, a José y a María que han recibido en su casa al recién nacido. También nosotros podemos recibirlo esta noche en tantos y tantos que necesitan el amor de Dios.

Desde estos medios de comunicación, Radio Santa María y Canal Diocesano, pido al Señor una buena Navidad, sobre todo para los que más sufren y necesitan el amor del Niño nacido en Belén.

Que Dios les bendiga y ¡Feliz Navidad!

Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo y Primado de España

La alegría de la Navidad

Hasta hace relativamente poco, grandes autores en sus obras literarias hablaban o describían de un modo atrayente la alegría de la Navidad, aún en medio de dificultades y dolores de la vida difícil de los pobres. Sucede lo mismo en la producción poética o en la historia de la música. Recordamos aquí, por ejemplo, a tantas narraciones navideñas, o a Charles Dickens con sus relatos sobre la Navidad y su famosa canción de Navidad. Pero antes en la tradición cristiana contenida en la producción teológicas de los Santos Padres se escriben preciosidades teológicas sobre el nacimiento de Cristo, y, ¿qué decir de las alegres y desenfadadas composiciones musicales sobre Navidad, y tantos villancicos que llegan a nosotros en este tiempo?

También un escritor como Gilbert K. Chesterton sentía la Navidad de ese modo. Pero, cuando habla de ella, este escritor católico teme quedarse en la superficie del sentimiento. Por eso bucea hasta su raíz cristiana: ¿No hacían esto los Padres de la Iglesia ni tanto pintores o músicos con melodías y alabanzas al misterio de la Navidad? Nos viene bien por ello a los católicos actuales, cuando nos deseamos Feliz Navidad, preguntarnos si tenemos que aceptar sin ningún reparo o posición crítica la “alegría” que se nos ofrece en el escenario de la Navidad: las grandes iluminaciones, las fiestas de todo tipo, los espectáculos que ayuntamientos u otras organizaciones, para pasar “unas buenas Navidades”. Yo, desde luego, no estoy dispuesto a renunciar a la alegría de la Navidad, que conmemora el nacimiento de un Niño desvalido, pero que es el Hijo de Dios, hecho carne. Pero tampoco estoy dispuesto a aceptar de modo bobalicón cuanto hay estos días en el “mercado” de la Navidad, sin pararme a juzgar qué se nos ofrece en lo que, para algunos no pasan de ser días del solsticio de invierno o fiestas de invierno.

Veamos primero qué piensa Chesterton, uno de los escritores católicos más agudos del siglo XX. Afirma este autor: “Que se nos diga que nos alegremos el día Navidad es razonable e inteligente, pero sólo si entiendo lo que el mismo nombre de la fiesta significa. Que se nos diga que nos alegremos el 25 de diciembre es como si alguien nos dijera que nos alegremos a las once y cuarto de un jueves por la mañana. Uno no puede alegrarse así, de repente, a no ser que crea que existe una razón seria para estar alegre. Un hombre podría organizar una fiesta si hubiera heredado una fortuna; incluso podría hacer bromas sobre la fortuna. Pero no haría nada de eso si la fortuna fuera una broma. No se puede montar una juerga para celebrar un milagro del que se sabe que es falso. Al desechar el aspecto divino de la Navidad y exigir solo el humano, se está pidiendo demasiado a la naturaleza humana. Se está pidiendo a los ciudadanos que iluminen la ciudad por una victoria que no ha tenido lugar”.

Gilbert K. Chesterton ya veía esa reducción de la Navidad en el Londres de finales de la tercera década del siglo XX (él muere en 1936), antes de la 2ª guerra mundial. ¿Qué diría hoy ante tanta fiesta de invierno, vacaciones de nieve, espectáculos que tienen el Nacimiento de Cristo solo como excusa? La alegría de Navidad no puede llegar si nos apartamos de la senda de la Iglesia en su Liturgia, en la celebración del perdón y de la Eucaristía; tampoco si la alegría del amor de Cristo, que nace, no nos lleva a amar y acoger a los demás, sobre todo a los más pobres, si no estamos dispuestos a vivir la justicia y rechazar desigualdades inadmisibles.

No renunciemos a la alegría de Navidad, alegría sana, familiar y bullanguera, la que conocimos reunidos con los amigos y los vecinos, que nos permite gozar de la fiesta de modo genuino, sin tantos artificios. “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos (…) El Señor está cerca” (Flp 4, 4-5). La palabra “alegría” es sin duda un concepto fundamental del cristianismo, que por su propia esencia es y quiere ser “Evangelio”, Buena Noticia. A pesar de ello, el mundo está confundido con el Evangelio y con Cristo precisamente en este punto, apartándose del cristianismo en nombre de la alegría, que él, con sus infinitas exigencias y prohibiciones, habría arrebatado al hombre. No, no es tan fácil ver la alegría de Cristo como el placer banal procedente de algún goce.
Con todo, sería falso interpretar las palabras “alegraos en el Señor” con el significado de “alegraos, pero en el Señor”, como si de este modo debiera anularse en la oración subordinada lo que se había dicho en la principal. Se dice “alegraos en el Señor”, por la sencilla razón de que san Pablo cree evidentemente que toda verdadera alegría está contenida en Él y que fuera de Él no puede haber regocijo auténtico. Así lo creo yo también: la alegría viene con Cristo que nace y trae el Reino de su Padre a una tierra que muere de tristeza. Feliz Navidad.

Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo y Primado de España

Inmaculada, una concepción sin mancha

El tiempo de Adviento ya comenzado, contiene dos llamadas importantes que afectan a la fe concreta de los católicos y de aquellos que nos quieran escuchar: La celebración de la Concepción Inmaculada de la Madre de Jesús y su disposición a recibir en nosotros a Cristo, siempre pero también en esta Navidad, y hacerlo nosotros como Ella.

No sé si compartimos el intenso gozo espiritual que expresa el poeta Dante cuando contempla a la Virgen María como “La más humilde y a la vez la más alta de todas las criaturas, término fijo de la voluntad eterna” (Paraíso, XXX III, 3). En María resplandece la eterna bondad del Creador que, en su plan de salvación, la escogió de antemano para ser Madre de su Hijo Unigénito y, en previsión de la muerte de Él, preservó a Ella de toda mancha de pecado. Ya sabemos, sin duda, el contenido del dogma de la Inmaculada. Pero tal vez no hemos sacado todas sus consecuencias para nuestra vida. ¿Les importa considerar conmigo algunas de estas consecuencias con la mirada sobre María, la Inmaculada?

En la Madre de Cristo y Madre nuestra se realizó perfectamente la vocación de todo ser humano: todos, hombres y mujeres estamos llamados a ser santos e inmaculados ante Dios por amor. Pero, ¿quién puede llegar a esta cumbre? Ciertamente es difícil; y cuando lo comprobamos pueda ser que nos desanimemos: “Mejor lo dejamos”, dicen muchos. Esto es lo que quiere nuestro mundo, tremendamente mediocre y tantas veces incapaz de hacer esfuerzo. No, hermanos, al mirar a la Virgen se aviva en nosotros, sus hijos, la aspiración a la belleza, a la bondad y a la pureza de corazón. Su candor celestial nos atrae hacia Dios, ayudándonos a superar la tentación de una vida mediocre, hecha de componendas con el mal, para orientarnos con determinación hacia el auténtico bien, que es fuente de alegría.

Después de celebrar la fiesta de la Inmaculada, entraremos en esos días de sugestivo clima de preparación para la Navidad. Clima que, por desgracia, sufre todo un embate de contaminación comercial, que corre el peligro de alterar el auténtico espíritu, que ha de caracterizarse por el recogimiento, la sobriedad y una alegría no exterior sino íntima. Miren ustedes la iluminación de nuestras ciudades y pueblos y comprobarán que con mucha frecuencia son luces, adornos,… pero que no aluden directamente a la fiesta que celebramos, pues se quedan en ornamentación que puede valer para cualquier fiesta de invierno. No acepten, por favor, ese fraude.

En este sentido, es providencial que la fiesta de la Madre de Jesús se encuentre casi como puerta de entrada a la Navidad, puesto que Ella mejor que nadie puede guiarnos a conocer, amar y adorar al Hijo de Dios hecho hombre. Dejemos, pues, que Ella nos acompañe; que sus sentimientos nos animen, para que preparemos con sinceridad de corazón y apertura de espíritu a reconocer en el Niño de Belén al Hijo de Dios que vino a la tierra para nuestra redención y felicidad. Caminemos juntamente con Ella en la oración, y acojamos la repetida invitación que la Liturgia de Adviento nos dirige a permanecer en vela, porque el Señor no tardará: viene a librar a su pueblo del pecado.

¿Por qué no celebrar con ese espíritu la fiesta de Santa María, Madre de Dios el 18 de diciembre, puesto que es posible hacerlo en la Diócesis de Toledo en Rito Hispano-Mozárabe? Ella nos preparará para tan gran misterio, pues es Virgen de la Esperanza, Virgen de la O, y estamos seguros que ruega por nosotros.

Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo y Primado de España

Aguardamos la manifestación de Nuestro Señor Jesucristo

Necesitamos empezar muchas veces; es nuestra condición humana. Pero iniciar es algo grande y siempre atrae. Hoy iniciamos el tiempo de Adviento y, casi sin darnos cuenta, estamos de nuevo en otro Año litúrgico. De manera inmediata nos preparamos para la gran fiesta de la Navidad, en que recordamos el misterio de la encarnación de Jesús. Pero, como el Señor ya vino, el Adviento tiene también el sentido de prepararnos para su vuelta definitiva. El primer domingo de la espera tiene justamente iluminar este aspecto del tiempo de Adviento/Navidad hasta el día del Bautismo de Cristo. Les invito a que lean despacio las lecturas de este día 3 de diciembre.

¿Qué esperamos, hermanos? Las noticias hablan muchas veces de las esperanzas de los hombres. Son esperanzas legítimas: que se va a conseguir una nueva vacuna o medicamento; que mejore el clima, porque estamos mal, con cambios climáticos que nos asustan; que la ciencia explique o consiga dominar fenómenos que nos aterran. En las familias se da el anhelo de que se solucione un problema, de conseguir un trabajo o de recuperar la salud de alguno de sus miembros. Es propio del hombre esperar, y cuando se consigue un bien, se espera otro mayor. Lo conseguido abre el horizonte de lo que ha de venir.

¿Será así también entre nosotros cuando nos proponemos vivir la fe y dar testimonio de Cristo? En este tiempo nuestro, que es el que sigue a la resurrección de Jesús, en el que se alternan de forma continuada momentos de serenidad con otros angustiosos, los cristianos –dice el Papa Francisco- no se rinden nunca. En una reciente catequesis de los miércoles (el 11 de octubre último), indica él que el Evangelio recomienda ser como los siervos que no van nunca a dormir, hasta que su jefe no haya vuelto. Este mundo exige nuestra responsabilidad. Jesús quiere que nuestra existencia sea trabajosa, que nunca bajemos la guardia, para acoger con gratitud y estupor cada nuevo día que Dios nos regala. Cada mañana es una página en blanco que el cristiano comienza a escribir con obras de bien. Se nos pide, pues, una dimensión de espera vigilante. La pide Cristo. En el evangelio de hoy, mediante la parábola del hombre que se fue de viaje, Jesús nos envía un mensaje claro: velad.

¿Cómo debemos hacerlo? He aquí una piedra de toque para nosotros, católicos de esta hora. Todo nos parece muy difícil; lo que pide de nosotros Jesús es para héroes: ¿pedirles a los jóvenes que sea consecuentes con su fe, cuando el mundo va por otro lado? ¿Pedir a los padres que se sacrifiquen por sus hijos y sean ante ellos coherentes y enseñen con su ejemplo? ¿Pedir a los profesionales y a los políticos cristianos que vivan lo que su fe les muestra para ser fieles al Evangelio? ¿Pedir a nuestros sacerdotes que convenzan con paciencia a padres que pretender una iniciación cristiana inaceptable para sus hijos, con los clásicos “arreglos” que tantos demandan porque hoy no se puede ser tan exigente? ¿Cómo llegar a ser semejantes a aquellos siervos que pasaron la noche con los lomos ceñidos y las lámparas encendidas? Eso es lo que dice la Doctrina Social de la Iglesia. Hemos de sentir que ya hemos sido salvados por la redención de Cristo, pero ahora esperamos la plena manifestación de su señorío, el reinado de Dios sobre nosotros.

El Santo Padre nos indica en su catequesis que el cristiano no está hecho para el tedio; en todo caso, para la paciencia. Sabe que también en la monotonía de ciertos días siempre iguales se esconde un misterio de gracia. Hay personas que con la perseverancia de su amor se convierten en pozos que riegan el desierto. Hay que animarnos a apoyarnos en la fortaleza que nos el Espíritu Santo para mantener el testimonio de la fe. Ninguna noche es tan larga como para hacer olvidar la alegría de la aurora. Y cuanto más oscura es la noche, más cercana está la aurora. Si permanecemos unidos a Jesús, el frío de los momentos difíciles no nos paralizará. El cristiano ha de saber siempre que, aunque el mundo entero predica contra la esperanza y dice que el futuro del cristianismo traerá solo nubes oscuras, en el mismo futuro está en el retorno de Cristo, que al final de nuestra historia esta Jesús Misericordioso para tener confianza y no maldecir la vida.
Después de haber conocido a Jesús, nosotros no podemos hacer otra cosa más que escrutar la historia con confianza y esperanza. Cristo es como una casa y nosotros estamos dentro y desde las ventanas de esta casa miramos al mundo. Por eso, no nos cerramos en nosotros mismos, no lamentamos con melancolía un pasado que parece dorado, sino que miramos siempre adelante, a un futuro que no es solo obra de nuestras manos, sino sobre todo es una preocupación constante de la providencia de Dios. Con María esperamos a Jesús; digamos con ella las palabras Marana tha, que encontramos en el último versículo de la Biblia: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20).

+Braulio, arzobispo de Toledo