Leyendo el Catecismo de la Iglesia Católica, cuando comenta aquello de “Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar” (Ex 20,12), mi reflexión gira hoy alrededor de cuál es el contenido preciso de este cuarto precepto del Decálogo de Moisés y por qué entran en ese contenido los deberes de los ciudadanos para con su patria. Si pueden, lean el número 2199 de este Catecismo. Sin duda que el cuarto mandamiento tiene por destinatarios directos a los hijos en sus relaciones con sus padres, “porque esta relación es la más universal”. Es cierto, pero cercanas a estas relaciones con los padres están otras, como si fueran derivaciones lógicas de ellas.
Por esta razón se contemplan las relaciones de parentesco con otros miembros del grupo familiar: abuelos y demás familiares cercanos, e incluso la relación con los antepasados. Ese número 2199 del Catecismo habla también de deberes de los ciudadanos con otras muchas personas de nuestra sociedad e instituciones, y también con su patria. Y mi pregunta es directa: ¿de verdad sentimos en nuestro tiempo que tenemos deberes para con la patria? Constato que nuestros hermanos hispanoamericanos tienen, en general, ese amor y respeto a su patria, y que les sale del corazón. ¿Es así en España? Pienso sinceramente que entre nosotros el sentimiento de amor a la patria está mucho más atenuado. No digo que no exista, pero de un modo más pragmático y a impulsos.
En nuestra historia, por ejemplo, nos cuesta ver la grandeza de nuestros compatriotas y de nuestras cosas y solemos enfrentar unas épocas con otras con un espíritu destructivo. Hay que ahondar hasta otros ámbitos más reducidos: mi pueblo, mi ciudad, mi diócesis, mis colores preferidos, bien sean deportivos o políticos. Aquí sí que se levantan las pasiones. Es triste comprobar cuánto cuesta trabajar por el bien común de nuestro pueblo y la exigua “sociedad civil” son pocas las acciones conjuntas que emprende. Sin embargo, es preciso también advertir que el amor desordenado y soberbio a la “nación” se apoya con frecuencia en una proyección ficticia de la vida y la historia de esa nación, cuyos efectos estamos viviendo en estos meses tan intensos de la vida de España.
Pero, si volvemos al Catecismo de la Iglesia Católica, leemos en el número 2339: “Deber de los ciudadanos es cooperar con la autoridad civil al bien de la sociedad en espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad. El amor y el servicio de la patria forman parte del deber de gratitud y del orden de la caridad. La sumisión a las autoridades legítimas y el servicio del bien común exigen de los ciudadanos que cumplan con su responsabilidad en la comunidad política”. Tal vez algunos digan aquello de que todos los políticos son iguales y no se preocupan demasiado de la gente. Pero no estoy hablando ahora de este asunto. Sí quiero subrayar, sin embargo, que entre nosotros, los españoles, florece con cierta profusión un componente ácrata, muy idealista, que nos impide tantas veces converger en la realización del bien común.
¿Cómo avanzar en un entendimiento básico de unidad de los que formamos España, sin que se tenga que renunciar a las diferencias legítimas de comarcas, provincias, territorios, países? ¡Qué bien nos vendría a los españoles más sentido práctico y exagerar menos lo que nos diferencia! Esta es una tarea que pido al Señor pueda ser llevada a cabo por nosotros, los españoles catalanes, asturianos, vascos, gallegos, castellanos y leoneses, castellanos y manchegos, madrileños, aragoneses, extremeños, andaluces, valencianos, murcianos, navarros, riojanos, cántabros, baleares y canarios.
Cuando he estado alguna temporada larga fuera de nuestro país, sin duda he vivido la experiencia de sentir que cualquier cosa que hablara de España me llamaba rápidamente la atención, y ponerme a la escucha porque algo en mi interior se despertaba. ¿Es eso amor a la patria? Puede ser. Los sentimientos son espontáneos y nos invaden, para crear en nosotros recuerdos y vivencias agradables. También he pensado en ocasiones que los que hemos nacido en España nos cuesta menos llevarnos bien con los compatriotas fuera de nuestra patria que cuando estamos aquí día a día, incluso aunque hubiéramos nacido en diferentes partes de ella. ¿Esa empatía la suscita la nación común donde hemos nacido? Yo no lo descarto. Pero tampoco quiero absolutizar que soy español, porque soy cristiano católico, esto es, universal y el amor de Cristo me une a toda la humanidad, no por moda, sino por las palabras de Cristo, que nos manda amar a todos, también a los que no son “hermanos en la fe”, sin olvidar a “los de casa”.
+Braulio, arzobispo de Toledo. Primado de España