Muchas veces hemos considerado nosotros la valentía de aquellos cristianos que arriesgan su vida por confesar que son discípulos de Cristo y no dejarán su fe y su amor al Señor. ¿Qué arriesgamos nosotros? Hay que afirmar claramente que es injusto que uno sea perseguido por vivir su fe y practicar su religión; es verdad, pero también lo es que, corrientemente, la mayoría de nosotros arriesguemos poco por nuestra fe. Nos parecemos mucho a tantos cristianos que poco hacen más allá de alguna oración en necesidad, alguna Misa si se tercia y apetece, y algún sacramento, porque “es costumbre” o por no complicarse la vida por aquello del qué dirán.
Yo noto, por ejemplo, que a los ministros de Cristo normalmente se nos permite predicar con toda libertad por el resto del Pueblo de Dios mientras nos limitemos a afirmar verdades generales. También nosotros, los que predicamos, tenemos pecados, sin duda. Pero en el momento en que los oyentes se sienten implicados en lo que decimos, por ejemplo, en la homilía dominical, en cuanto ven que hay que ponerlo en práctica, entonces se paran en seco, se cierran en sí mismo por precaución, e inician una especie de retirada, o dicen que no ven esto o no admiten aquello que decimos. Sucede igual cuando se muestran las exigencias morales y virtuosas de la vida cristiana: se buscan excusas y dicen que llevamos las cosas demasiado lejos, que somos extravagantes, que tenemos que condicionar o modificar lo que afirmamos, que no tenemos en cuenta los tiempos en que vivimos, y otras observaciones por el estilo.
Entiendo que las cosas difíciles, que exigen esfuerzo arduo, nos invitan al rechazo, pero también es cierto el dicho: “donde hay voluntad hay camino”, porque no existe verdad, por arrolladoramente clara que sea, de la que los hombres no puedan escapar cerrando los ojos. No hay deber, por urgente que sea, contra el que no puedan hallarse diez mil buenas excusas. Dicen que llevamos las cosas “demasiado lejos” justamente cuando se las ponemos cerca.
Yo pienso que el tema es otro: no somos los predicadores o quienes estamos al frente de las comunidades cristianas los que exigimos sin más. Es quien nos envía, aunque tengamos siempre la prudencia de decir bien las cosas y con propiedad. ¿Quién no admite que la fe consiste en aceptar riesgos sin ver en ocasiones el futuro cercano, fiados solo en la palabra de Cristo? Ser bautizado es arriesgar algo por la verdad cristiana. Piénsenlo un momento. Que cada uno de los que leen esta página se pregunte a sí mismo qué ha comprometido en la verdad de las promesas de Cristo.
Sabemos bien lo que supone tener algo en juego en empresas de este mundo. Arriesgamos nuestra propiedad en proyectos que prometen una ganancia, proyectos que nos inspiran confianza y seguridad. En este caso, la pregunta es: ¿Qué hemos arriesgado por Cristo? ¿Qué hemos dado por creer en sus promesas y gozar de su gracia, amistad y amor? ¿Quién puede garantizarnos resucitar para la vida eterna? ¿Quién nos salvará definitivamente, para siempre?
Un comerciante que ha invertido bienes en su negocio que fracasó no sólo pierde la perspectiva de una ganancia, sino también algo de lo suyo que arriesgó con la esperanza de un lucro. ¿Mereció la pena? No es así en el negocio de ser cristiano: siempre hay esperanza de triunfo con Cristo. Pero, seguimos preguntando: ¿qué hemos arriesgado nosotros? En los comienzos del curso pastoral hay que recordarnos unos a otros esta cuestión. Este es el punto central.
Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo y Primado de España