Comunicar esperanza y confianza en nuestros tiempos

El Domingo 28 de Mayo, Solemnidad de la Ascensión del Señor, se celebra en toda la Iglesia la LI Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales 2017. Compartimos con todos los amigos de RTVDToledo el mensaje del Santo Padre para esta jornada:

Gracias al desarrollo tecnológico, el acceso a los medios de comunicación es tal que muchísimos individuos tienen la posibilidad de compartir inmediatamente noticias y de difundirlas de manera capilar. Estas noticias pueden ser bonitas o feas, verdaderas o falsas. Nuestros padres en la fe ya hablaban de la mente humana como de una piedra de molino que, movida por el agua, no se puede detener. Sin embargo, quien se encarga del molino tiene la posibilidad de decidir si moler trigo o cizaña. La mente del hombre está siempre en acción y no puede dejar de «moler» lo que recibe, pero está en nosotros decidir qué material le ofrecemos. (cf. Casiano el Romano, Carta a Leoncio Igumeno).

Me gustaría con este mensaje llegar y animar a todos los que, tanto en el ámbito profesional como en el de las relaciones personales, «muelen» cada día mucha información para ofrecer un pan tierno y bueno a todos los que se alimentan de los frutos de su comunicación. Quisiera exhortar a todos a una comunicación constructiva que, rechazando los prejuicios contra los demás, fomente una cultura del encuentro que ayude a mirar la realidad con auténtica confianza.

Creo que es necesario romper el círculo vicioso de la angustia y frenar la espiral del miedo, fruto de esa costumbre de centrarse en las «malas noticias» (guerras, terrorismo, escándalos y cualquier tipo de frustración en el acontecer humano). Ciertamente, no se trata de favorecer una desinformación en la que se ignore el drama del sufrimiento, ni de caer en un optimismo ingenuo que no se deja afectar por el escándalo del mal. Quisiera, por el contrario, que todos tratemos de superar ese sentimiento de disgusto y de resignación que con frecuencia se apodera de nosotros, arrojándonos en la apatía, generando miedos o dándonos la impresión de que no se puede frenar el mal. Además, en un sistema comunicativo donde reina la lógica según la cual para que una noticia sea buena ha de causar un impacto, y donde fácilmente se hace espectáculo del drama del dolor y del misterio del mal, se puede caer en la tentación de adormecer la propia conciencia o de caer en la desesperación.

Por lo tanto, quisiera contribuir a la búsqueda de un estilo comunicativo abierto y creativo, que no dé todo el protagonismo al mal, sino que trate de mostrar las posibles soluciones, favoreciendo una actitud activa y responsable en las personas a las cuales va dirigida la noticia. Invito a todos a ofrecer a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo narraciones marcadas por la lógica de la «buena noticia».

La buena noticia

La vida del hombre no es sólo una crónica aséptica de acontecimientos, sino que es historia, una historia que espera ser narrada mediante la elección de una clave interpretativa que sepa seleccionar y recoger los datos más importantes. La realidad, en sí misma, no tiene un significado unívoco. Todo depende de la mirada con la cual es percibida, del «cristal» con el que decidimos mirarla: cambiando las lentes, también la realidad se nos presenta distinta. Entonces, ¿qué hacer para leer la realidad con «las lentes» adecuadas?

Para los cristianos, las lentes que nos permiten descifrar la realidad no pueden ser otras que las de la buena noticia, partiendo de la «Buena Nueva» por excelencia: el «Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1). Con estas palabras comienza el evangelista Marcos su narración, anunciando la «buena noticia» que se refiere a Jesús, pero más que una información sobre Jesús, se trata de la buena noticia que es Jesús mismo. En efecto, leyendo las páginas del Evangelio se descubre que el título de la obra corresponde a su contenido y, sobre todo, que ese contenido es la persona misma de Jesús.

Esta buena noticia, que es Jesús mismo, no es buena porque esté exenta de sufrimiento, sino porque contempla el sufrimiento en una perspectiva más amplia, como parte integrante de su amor por el Padre y por la humanidad. En Cristo, Dios se ha hecho solidario con cualquier situación humana, revelándonos que no estamos solos, porque tenemos un Padre que nunca olvida a sus hijos. «No temas, que yo estoy contigo» (Is 43,5): es la palabra consoladora de un Dios que se implica desde siempre en la historia de su pueblo. Con esta promesa: «estoy contigo», Dios asume, en su Hijo amado, toda nuestra debilidad hasta morir como nosotros. En Él también las tinieblas y la muerte se hacen lugar de comunión con la Luz y la Vida. Precisamente aquí, en el lugar donde la vida experimenta la amargura del fracaso, nace una esperanza al alcance de todos. Se trata de una esperanza que no defrauda ―porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5)― y que hace que la vida nueva brote como la planta que crece de la semilla enterrada. Bajo esta luz, cada nuevo drama que sucede en la historia del mundo se convierte también en el escenario para una posible buena noticia, desde el momento en que el amor logra encontrar siempre el camino de la proximidad y suscita corazones capaces de conmoverse, rostros capaces de no desmoronarse, manos listas para construir.

La confianza en la semilla del Reino

Para iniciar a sus discípulos y a la multitud en esta mentalidad evangélica, y entregarles «las gafas» adecuadas con las que acercarse a la lógica del amor que muere y resucita, Jesús recurría a las parábolas, en las que el Reino de Dios se compara, a menudo, con la semilla que desata su fuerza vital justo cuando muere en la tierra (cf. Mc 4,1-34). Recurrir a imágenes y metáforas para comunicar la humilde potencia del Reino, no es un manera de restarle importancia y urgencia, sino una forma misericordiosa para dejar a quien escucha el «espacio» de libertad para acogerla y referirla incluso a sí mismo. Además, es el camino privilegiado para expresar la inmensa dignidad del misterio pascual, dejando que sean las imágenes ―más que los conceptos― las que comuniquen la paradójica belleza de la vida nueva en Cristo, donde las hostilidades y la cruz no impiden, sino que cumplen la salvación de Dios, donde la debilidad es más fuerte que toda potencia humana, donde el fracaso puede ser el preludio del cumplimiento más grande de todas las cosas en el amor. En efecto, así es como madura y se profundiza la esperanza del Reino de Dios: «Como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece» (Mc 4,26-27).

El Reino de Dios está ya entre nosotros, como una semilla oculta a una mirada superficial y cuyo crecimiento tiene lugar en el silencio. Quien tiene los ojos límpidos por la gracia del Espíritu Santo lo ve brotar y no deja que la cizaña, que siempre está presente, le robe la alegría del Reino.

Los horizontes del Espíritu

La esperanza fundada sobre la buena noticia que es Jesús nos hace elevar la mirada y nos impulsa a contemplarlo en el marco litúrgico de la fiesta de la Ascensión. Aunque parece que el Señor se aleja de nosotros, en realidad, se ensanchan los horizontes de la esperanza. En efecto, en Cristo, que eleva nuestra humanidad hasta el Cielo, cada hombre y cada mujer puede tener la plena libertad de «entrar en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través del velo, es decir, de su propia carne» (Hb 10,19-20). Por medio de «la fuerza del Espíritu Santo» podemos ser «testigos» y comunicadores de una humanidad nueva, redimida, «hasta los confines de la tierra» (cf. Hb 1,7-8).

La confianza en la semilla del Reino de Dios y en la lógica de la Pascua configura también nuestra manera de comunicar. Esa confianza nos hace capaces de trabajar ―en las múltiples formas en que se lleva a cabo hoy la comunicación― con la convicción de que es posible descubrir e iluminar la buena noticia presente en la realidad de cada historia y en el rostro de cada persona.

Quien se deja guiar con fe por el Espíritu Santo es capaz de discernir en cada acontecimiento lo que ocurre entre Dios y la humanidad, reconociendo cómo él mismo, en el escenario dramático de este mundo, está tejiendo la trama de una historia de salvación. El hilo con el que se teje esta historia sacra es la esperanza y su tejedor no es otro que el Espíritu Consolador. La esperanza es la más humilde de las virtudes, porque permanece escondida en los pliegues de la vida, pero es similar a la levadura que hace fermentar toda la masa. Nosotros la alimentamos leyendo de nuevo la Buena Nueva, ese Evangelio que ha sido muchas veces «reeditado» en las vidas de los santos, hombres y mujeres convertidos en iconos del amor de Dios. También hoy el Espíritu siembra en nosotros el deseo del Reino, a través de muchos «canales» vivientes, a través de las personas que se dejan conducir por la Buena Nueva en medio del drama de la historia, y son como faros en la oscuridad de este mundo, que iluminan el camino y abren nuevos senderos de confianza y esperanza.

Vaticano, 24 de enero de 2017

Francisco

Principio de realidad

La fe en un cierto carpintero galileo llamado Jesús, muerto y resucitado en Jerusalén “bajo Poncio Pilato” –es decir, en una pequeña provincia del Imperio gobernada por un pequeño funcionario de la administración romana- fue y es muy eficaz para que uno vuelva a poner los pies en el suelo, en la realidad. La fe en el Resucitado que es el Crucificado es demasiado detallista como para dejarnos ir flotando en las abstracciones de las “ciencias” o las “espiritualidades”. Ante todo, el hecho de la resurrección es un principio de realidad demasiado severo.

¿Qué quiero decir? Sencillamente que los que creyeron en la resurrección eran pescadores que sabían arreglar sus redes, albañiles capaces de construir catedrales, monjes hábiles en desbrozar y trabajar el campo, es decir, gente sumamente práctica y concreta. Para ellos, creer en el Resucitado era igual de sólido que plantar trigo o construir una basílica romana. Pero más sólido, ya que se apoyaban en esta fe para elevar lo mismo una bóveda que una espiga.

Los evangelios del tiempo de Pascua van en este sentido. Toman nuestras contiendas o quimeras a contrapelo. Porque, si tuviéramos que imaginarnos a un hombre que hubiera entrado en la gloria de Dios, nos lo representaríamos sin duda haciendo cosas extraordinarias: brillando más que una estrella en la ceremonia de los Óscar, haciendo malabarismos con las estrellas del cielo, estableciendo una armonía que haría que el lobo habite con el cordero y el leopardo se tumbe con el cabrito (cf. Is 11, 6).

Pero, hay que reconocerlo, Jesús resucitado no hace nada de eso, apenas realiza milagros, y si los hace, los lleva a cabo con discreción, con cautela. Sin embargo, nosotros, por el contrario, nos imaginamos que ha atravesado las paredes, ha pronunciado palabras esotéricas, que se ha presentado como un súper atravesador de murallas aureolado de luz. Nada de eso. Sencillamente ha estado allí, en el Cenáculo. Les ha dicho: “Paz a vosotros”, lo que equivale a decir buenos días, como se saludan los judíos. Ha partido el pan, ha comido pescado asado, ha compartido su comida. Les ha explicado las Escrituras. Y en lugar de hacer demostración de fuerza –doblando por ejemplo una barra de hierro con el poder de la mente– les ha enseñado sus llagas. En los milagros que Él hacía “ordinariamente”, las llagan desaparecen: aquí permanecen eternamente.

Después de todo, hay algo mejor que hacer cosas extraordinarias: iluminar lo ordinario desde el interior. Esta es la razón por la que sus actos extraordinarios no tienen como fin desviar, sino, en su origen y Providencia, llevar a lo ordinario. Cuando devuelve la vista al ciego, es para que se maraville al ver como todo el mundo. Cuando cura a la suegra de Pedro, es para que éste pueda admirar a su suegra. Cuando saca a Lázaro de su tumba es para que pueda morir otra vez con toda verdad. El Resucitado no es uno de estos superhombres. Su gloria sujeta lo cotidiano, la une a lo cotidiano. Apenas ha llegado a lo más alto con su resurrección y no encuentra nada mejor que encontrarse con sus amigos para conversar y comer con ellos. No juega con las estrellas porque las estrellas no son su juguete.

Las apariciones del Resucitado tienen un carácter eminentemente práctico: nos reconducen al amor al prójimo, nos enseñan a ver las cosas de “allá arriba”, es decir, no cosas distintas de las que ve el común de los mortales, sino las mismas cosas a partir del Espíritu Santo. Podemos admirar la victoria del Resucitado, pero nada valdría si no hubiera desaparecido de nosotros el miedo a la muerte. La glorificación de Jesús debe desembocar en la desaparición del Resucitado y el envío del Espíritu Santo, que hace vivir lo cotidiano porque “brota de” y hacia el Inefable.

Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo y Primado de España

La Iglesia, Cuerpo de Cristo

Existe entre los bautizados católicos una cierta incapacidad para sentirnos el Cuerpo de Cristo, con una visibilidad en medio de la sociedad en la que vivimos y que nos impide vivir lo que nos sucede en el día a día como comunidad cristiana de los que hemos nacido o renacido de la Iniciación Cristiana por medio de la gracia de los sacramentos del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. “Cuerpo de Cristo” lo entendemos con frecuencia sólo del pan consagrado que se nos da en la comunión eucarística al comulgar en la Santa Misa.

De hecho, muchos cristianos contemporáneos han mostrado algunas reservas frente a la imagen de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, unos porque prefieren llamar a la Iglesia “Cuerpo místico”, que está bien si se entiende correctamente; otros porque designar a la Iglesia como el mismísimo cuerpo de Cristo suena al triunfalismo eclesiástico de otras épocas. Tal vez por eso prefieren éstos últimos llamar a la Iglesia Pueblo de Dios, designación que es también bíblica y eclesial y que en nada se opone a la noción de Cuerpo de Cristo. Lo que yo digo es que es muy conveniente que nos consideremos a nosotros mismos como continuación del Cuerpo de Cristo en el mundo, el que asumió el Verbo al hacerse carne en la Virgen; pero esta consideración no la hacemos para conformarnos al mundo, sino a Cristo, como dice san Pablo en Rom 12, 2: “Y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente”.

Las consecuencias de no sentirse los católicos el Cuerpo de Cristo en la sociedad en la que vivimos son muy serias. Trataré de poner algunos ejemplos que tal vez puedan describir esta carencia:

1. Pensemos en cómo celebramos la Santa Misa el domingo. ¿Nos sentimos en esa celebración tan importante para el cristiano conciudadanos y hermanos de los que están con nosotros en la asamblea eucarística? Y con otros católicos toledanos o españoles del presente, del pasado y del futuro que celebran también la Eucaristía dominical, ¿nos sentimos miembros con ellos del Cuerpo de Cristo? El cristiano que peregrina por las naciones en su vida, no es un solitario que asiste a Misa por costumbre, por cumplir simplemente con el precepto, o porque toca. Se siente parte de un gran Pueblo y celebra la Eucaristía que nos dejó Jesucristo con sus hermanos, presididos por el sacerdote, que actúa en nombre de Cristo, Cabeza de su Pueblo.

2. La suerte que corran los demás miembros del Cuerpo de Cristo, tales como injusticias, situaciones precarias o persecuciones, no nos dejan indiferentes: nos suceden también a nosotros. Y sus sufrimientos son los nuestros y nuestras sus alegrías. También hemos de sentir que no puede haber entre nosotros diferencias abismales y escandalosas. Por supuesto, lejos de nosotros, fraudes, corrupción, aprovecharse de los más empobrecidos. Y, cuando un miembro injuria gravemente o le ataca injustamente o comete una grave injusticia y es llamando católico, los demás miembros deben reaccionar, condenando esa falta grave cometida contra Cristo en su Cuerpo.

Podríamos enumerar otros muchos aspectos de la vida de la comunidad cristiana que muestran esa insensibilidad que nos afecta como Cuerpo de Cristo. Pero es suficiente. Al final, sí parece constatarse que mucho hemos de avanzar en este camino hacia una comprensión nueva y antigua de la Iglesia como cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios.

Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo y Primado de España

¿Por qué esas manías?

Se extrañaba hace pocos días un médico montañés en un diario de Santander de que Europa rehuyera y evitara el catolicismo; también de la beligerancia que existe contra la Iglesia Católica en la sociedad española. Ciertamente es curioso y sorprendente. Pueda ser que algunos insulten a los miembros de la Iglesia porque piensen que lo que creemos es mentira. De ahí el ataque despiadado y absurdo. ¿No se puede distinguir entre no aceptar lo que decimos y el insulto? ¿Por qué, pues, no insultan a otros credos, aunque no estén de acuerdo con ellos? Algo no funciona en todos estos episodios contra el catolicismo, que hemos visto desfilar en estos meses entre nosotros.

A mí no me gustan las injusticias, pero estoy dispuesto a afrontarlas y sin una respuesta con odio, pues el perdón ante la incomprensión e incluso al insulto es la respuesta que dan muchos cristianos perseguidos, por ejemplo, en el Medio Oriente. Y a muchos los matan. Me impresionó un video de la comunidad copta ortodoxa visitada por el Papa Francisco hace apenas una semana. Están cantado y orando, aún con los hermanos que mueren simplemente por ser cristianos. Es el testimonio cristiano contra la ley del talión que Jesús rompió. Pero lo triste es que pueda desaparecer del horizonte de Europa la realidad de la fe cristiana, que no le permita ofrecer más un humanismo extraordinario, basado en los descubrimientos del pensamiento griego, de la ley romana y de la Revelación Divina que está en la raíz de esa fe. Esta síntesis representa un gran progreso que permitió el desarrollo de Europa y su excepcional contribución a la herencia del mundo entero.

Sin despreciar nada que se pueda o se deba añadir a ese “suelo nutricio, la fuente de la identidad europea es, sin duda, el amor de Dios para con los hombres, prescindiendo de su confesión, nacionalidad o cualquier otra pertenencia. ¿Habrá, pues, unidad en Europa si no se funda en la unidad del espíritu?” Esa era la pregunta de san Juan Pablo II en 1997, en su visita a la diócesis primada de Polonia, Gniezno.

Como recordaba de manera lúcida el Papa Francisco a los líderes europeos en el 60 aniversario de la firma del Tratado de Roma: “Europa no es un conjunto de normas a cumplir, o un manual de protocolos y procedimientos a seguir. Es una vida, una manera de concebir al hombre a partir de su dignidad trascendente e inalienable”.

¿Ayudarán estos pensamientos para solucionar tantas embestidas gratuitas contra los que formamos la Iglesia Católica? Tal vez no, o quizá sí. Pero nosotros no cesaremos en buscar la verdad y vivir el amor, para que sea posible vivir de otra manera la vida humana.

Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo y Primado de España