Domingo de Lázaro

El calendario hispano-mozárabe se refiere al domingo V de Cuaresma de este modo: “Misa de Lázaro”. Sin duda, la razón está en la lectura del evangelio de ese domingo que narra la resurrección de este amigo del Señor, hermano de Marta y de María. También en el rito romano, en el ciclo llamado A que leemos este año, la larga lectura de Jn 11,1-45 describe esta resurrección del que llevaba “ya cuatro días enterrado”. Aquí hay un dato que no es casual: en el domingo V de Cuaresma estamos justamente a 15 días de la Vigilia Pascual y del domingo de Pascua. Con otras palabras: ese es el día bautismal por excelencia, y el Bautismo es “como una resurrección de entre los muertos”.

Para los ya bautizados, pero sobre todo para los que en esa noche santa de la Vigilia o en el domingo de Resurrección reciben los sacramentos de la Iniciación Cristiana (Bautismo, Confirmación y Eucaristía), esta narración de Lázaro resucitando y resucitado por Jesús es como sentir un asombro ante la vida que Cristo nos dio y nos da. ¡Qué lejos de lo que normalmente sentimos cuando pensamos en nuestro propio bautismo al renovarlo en la noche pascual! El panorama que se abre a aquellos que son alcanzados por Cristo en el Bautismo es asombroso, pues su vida resucitada nos llena de una alegría sin par, de sentirse liberados y en medio de la luz de la fe. Si pensamos lo que es la vida plena y lo que es la muerte y la diferencia entre una y otra, podemos vislumbrar lo que por el Bautismo hace en nosotros el Resucitado.

Nos ayudaremos con los textos bíblicos de este “domingo de Lázaro”. La lectura de la profecía de Ezequiel es el final de un precioso capítulo llamado “visión del valle de los huesos”. Son éstos huesos humanos completamente secos, en los que la palabra del Señor infunde espíritu vivificador, que hace crecer en ellos la carne, los tendones y la piel; los huesos, así, se unen para formar un ser inerte, pero que, al soplo divino, viven de nuevo. “Estos huesos son la entera casa de Israel”. Ahora entendemos las palabras de la primera lectura: “Yo mismo abriré vuestros sepulcros… Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis”. Pero san Pablo dice más en la segunda lectura de este domingo (Rom 8,8-11): “Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales”.

Cuando Jesús enseña a sus discípulos aparece con nitidez una insistencia que sorprende: Él ha venido para darnos vida, y vida abundante, no cualquier vida. Quiere que nosotros vibremos ante la nueva vida que nos trae, que la muerte física no puede apagar, porque el que cree en Él, aunque nuera, vivirá. Por eso, cuando más tarde san Pablo escriba a los cristianos de Roma, les dirá que la reconciliación de los hombres que trae el perdón y la justificación del resucitado es “como una resurrección de entre los muertos” (Rom 11,15). Ese es el ser de los cristianos, resucitados que han recibido la vida nueva de Cristo en su iniciación cristiana por los tres sacramentos pascuales del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía.

Los catecúmenos, que preparan ya esa celebración única de la Vigilia Pascual pocos días antes de su bautismo, al escuchar el relato de la resurrección de Lázaro tienen la oportunidad, pues, de vivir anticipadamente las grandes cosas que hace y hará el Señor en su vida en pocos días. ¿Y nosotros, los que ya hace tanto o tan poco tiempo que hemos sido bautizados con la fuerza del Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos y nos podemos sentar cada domingo a la mesa de la Eucaristía? ¿Por qué no preparar con más intensidad nuestra renovación pascual con la confesión de nuestros pecados, la lectura asidua de la Escritura y la oración intensa? ¿Para cuándo vivir la preparación a la Pascua?

Quiero traer aquí unas palabras bellísimas de san Efrén (siglo IV): “Cuando preguntó : ¿Dónde lo habéis puesto?, los ojos de nuestro Señor se llenaron de lágrimas. Sus lágrimas fueron como la lluvia, y Lázaro es como el grano, y el sepulcro como la tierra. Gritó con voz potente, la muerte tembló a su voz, Lázaro brotó como el grano, salió y adoró al Señor que le había resucitado. La fuerza de la muerte que había triunfado después de cuatro días es pisoteada para que la muerte supiera que al Señor le era fácil vencerla al tercer día; su promesa es verídica: había prometido que Él mismo resucitaría al tercer día” (Comentario al Diatessaron, 17,7-10).

+Braulio, Arzobispo de Toledo. Primado de España

Por muchos y por todos

En la traducción al español de las palabras de la consagración del cáliz se ha sustituido, en la edición del nuevo Misal Romano, la expresión “por todos los hombres” con “por muchos”. Sin duda se han podido dar distintas reacciones. Es saludable, pues las palabras de la consagración del cáliz están hondamente marcadas en el corazón de los creyentes. Lo triste es que hubiera habido sólo indiferencia. ¿Es legítimo semejante cambio? ¿No nos estarán cambiando los obispos la fe? ¿Querrá decir ese cambio que se reduce el alcance de la salvación traída por Jesucristo? Al decir “por muchos” y no “por todos los hombres”, ¿acaso es que hay algunos a quienes esta salvación de Jesús no les es accesible y no pueden llegar a ella o participar de ella? Cuestión interesante.

El cambio no pretende excluir, sin embargo, a nadie de la redención llevada a cabo por Cristo. Iría esta exclusión contra lo revelado por nuestro Dios, “que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim2, 4). Es, pues, desacertado entender este cambio en nuestra liturgia eucarística como si en lugar de “por muchos” se dijera “por pocos”. No: la entrega de Jesucristo en su muerte es por todos los hombres. Así que la traducción de las dos anteriores ediciones del Misal Romano, “por todos los hombres”, estaba ofreciendo una comprensión certera de lo que ahora se dice en esos “muchos” (en latín, “pro multis”).

¿Por qué, pues, hemos cambiado? Sencillamente por fidelidad a la palabra de Jesús. ¡Ah! Eso son palabras mayores. Él, en efecto, no dijo “por todos” sino “por muchos”. Así lo vemos en el texto griego de Mt 26,28 y Mc 14,24. Tanto este idioma, en el que los Evangelio nos han transmitido sus palabras, como el arameo (la lengua materna de Jesús) distingue entre ambos conceptos “por todos” y “por muchos”, aunque vengan a significar lo mismo. Así que hemos de aceptar lo que Jesús realmente dijo. Por ello, la traducción más fiel es la que respeta esa decisión de Jesús. Así lo quiso, además, el Papa Benedicto XVI, al indicarnos que la fórmula latina “Pro vobis et pro multis” había que traducirla “por vosotros y por muchos”.

Podemos entender ahora mejor que la nueva traducción se acerca más al momento decisivo de la vida del Señor, pues esos “muchos” por los que derrama su sangre nos evocan a aquellos “muchos” que el Siervo del Señor justificó mediante la entrega de su vida. Fíjense en estos textos de Isaías: “Mi siervo justificará a muchos porque cargó con los crímenes de ellos” (Is 53,11); “Él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores” (Is 53,12). La entrega eucarística de Cristo realiza así la misión del Siervo, esa figura enigmática del AT, como nos deja ver las mismas palabras de Jesús: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10,45). De modo que la traducción de la nueva edición del Misal “por muchos” alude sin duda a la figura bíblica del Siervo, que de otro modo pasaría inadvertida: Jesús es el verdadero Siervo de Dios.

La traducción “por muchos”, que apunta a la apertura universal de la salvación obrada por Jesucristo, sin embargo expresa también la trágica posibilidad de que todos no todos los hombres se beneficien efectivamente de ese gran don. La nueva traducción castellana nos previene, pues, de creer ingenuamente que por las palabras que el Señor pronunció en la última Cena, que muestran la ofrenda de amor de Jesucristo, estuviésemos ya definitivamente salvados. Desgraciadamente es posible, en un mal uso de nuestra libertad, que no queramos acoger el regalo de la salvación y de la gracia, excluyéndonos así de esos “muchos” a los que Jesús desea justificar. ¿No esto un estímulo saludable abrirnos al don de la salvación que Él nos trae?

De este modo, cuando se ponen de relieve las razones del cambio de “por todos los hombres” por la nueva traducción “por muchos”, caemos en la cuenta que el cambio en las palabras de la consagración del cáliz no obedece a motivos estrictamente doctrinales, pues la sangre de Cristo se derrama efectivamente por todos los hombres. Lo que se subraya es que la nueva traducción facilita deshacer el equívoco de que la salvación es algo casi “automático”, que apena dependiera de la libre cooperación del hombre. Pero sobre todo que “por muchos” son las palabras que dijo el Señor.

+Braulio, Arzobispo de Toledo. Primado de España

Celebrar el día del Seminario

¿Qué sería de nuestras ciudades y pueblos sin cristianos? Es bueno hacerse esta pregunta, porque esa pregunta lleva inmediatamente a otra más inquietante: ¿Cómo serían nuestras ciudades y nuestros pueblos sin la presencia de Cristo, el Señor, sin huellas de su existencia, sin imágenes, sin Evangelio predicado y vivido por sus discípulos, los cristianos? ¿Nada ocurriría? ¿Podrían, además subsistir las comunidades cristianas sin esa presencia de Jesús, que nos llega por la celebración de los sacramentos, que posibilitan su presencia en los más pobres, su vida comunicada cuando leemos la Escritura y celebramos la Eucaristía? Sin Cristo no hay Iglesia. No es posible.

El servicio de Jesucristo a la humanidad es imprescindible, pero no se dará sino es en la Iglesia, en el Pueblo de Dios, en la Esposa de Cristo… Y sin el ministerio sacerdotal que reciben el obispo, los presbíteros y los diáconos. En ese caso, ¿qué importancia damos a la existencia del Seminario Menor y Mayor? ¿Nos interesa su existencia, como comunidad cristiana donde se acompaña a crecer en el seguimiento de Jesucristo a los que, hoy seminaristas, servirán al resto del Pueblo de Dios, fieles laicos y consagrados? ¿Qué lugar ocupa el Seminario en el corazón o el interior de los fieles católicos?

Es una obra increíblemente bella la que se lleva a cabo en el Seminario, en ese proceso de discernir, acompañar, ayudar a los adolescentes y jóvenes, que durante unos cuantos años se preparan allí, porque han recibido una llamada (vocación) de Jesús para ser sacerdotes para los demás. Pero es tarea que no debe dejar indiferentes a quienes les importa Jesucristo y su Iglesia.

Se subraya este año una meta que han de conseguir los seminaristas: estar cerca de Dios y de los hermanos, los demás miembros de la Iglesia. Este anhelo, esta meta a alcanzar nace de la fuente de la que mana el sacerdocio de Jesucristo, sumo Sacerdote misericordioso con los hombres y fiel al Padre de los cielos. Los sacerdotes o nos identificamos con Cristo, en nuestro amor al Padre y a nuestros hermanos, con los que formamos la Iglesia, o no somos nada o algo muy mediocre. La cercanía a Dios, el encuentro con Él, la intimidad con el mismo Cristo hará al sacerdote cercano a hombres y mujeres con los que convive y no “preocuparse por lo suyo”. Los sacerdotes son los hombres de la Iglesia porque aman a Dios, y crean sentido de familia. ¡Cuánto se necesita una Iglesia que vaya creando un nuevo concepto de humanidad!

Sería, pues, absurdo pensar que puede haber un buen Seminario sin familias cristianas, sin fieles laicos y consagrados que sepan de Evangelio y de amor, sin oración por las vocaciones y sin implicarse en el sostenimiento también económico del Seminario. “¡Queremos buenos curas!”, escucho en mi visita a las comunidades, que estén cercanos y sepan de Cristo y del Padre de los cielos. Pues, ¡manos a la obra! Que es tarea de todos y con todos. Si los que formamos la Diócesis de Toledo creemos que la tarea del Seminario es de unos pocos, estamos perdidos. La indiferencia de los fieles por su Seminario suele convertirse en desplome en el número de vocaciones. Y no podemos permitirlo, pues seríamos infieles a Cristo. Dios no lo permita, pero tampoco deberíamos permitirlo nosotros, los que formamos la Iglesia de Toledo. Seríamos tachados de negligentes.
La preocupación por el Seminario Mayor y Menor debe ser efectiva. Es, a la vez, tarea sencilla y obra de bolillos, que entre todos hemos de ir tejiendo. Rezad al Señor y a la Virgen bendita por los que están preparándose para ser sacerdotes del Señor, para que, imitando a Cristo, vivan su entrega cada día y se dispongan con un corazón de pastor a estar cerca de Dios y cerca de los hermanos, los demás cristianos, y aún de todos los hombres y mujeres.

Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo y Primado de España

Un nuevo comienzo

Es suerte verdadera la que tenemos los cristianos: ¡poder empezar la preparación de la renovación anual de la Pascua! Un nuevo comienzo, un camino que nos lleva a algo grande y seguro, la victoria de Cristo sobre la muerte y sobre cuánto hay de pecado, de negativo en nuestras personas. He aquí lo que es la Cuaresma, no la caricatura que de ella hacen quienes no conocen de qué se trata. Creo que mi mejor consejo para quienes formáis esta Iglesia diocesana está, en esta ocasión, en glosar el mensaje que el papa Francisco nos ha confiado para la Cuaresma 2017.

Es cierto que en Cuaresma recibimos una fuerte llamada a volver a Dios de “todo corazón” (Jl 2,12), pero este volver difícilmente puede estar en nuestra mano si no acrecentamos la amistad con el Señor, que nos evita una vida mediocre. Él es el amigo que nos espera para caminar con Él hacia el monte de la Pascua. ¿Qué hemos e hacer? No se trata de hacer muchas cosas, únicamente intensificar la vida según el Espíritu y dedicarnos con sencillez al ayuno, la oración y la limosna. Pero el Papa indica lo que puede llenar nuestras vidas vacías y que habéis escuchado mucho en este curso pastoral: escuchar y meditar con mayor frecuencia la Palabra de Dios. ¡Cuántas posibilidades tenemos aquí, si en la “lectio divina” vamos a la Escritura Santa y nos ponemos a oír el texto sagrado, a preguntarnos qué nos dice este o aquel pasaje concreto, meditar y contemplar, sacando algún propósito para cambiar la vida.

El Papa Francisco nos ofrece ese pasaje de Lc 16,19-31, un capítulo interesante porque trata todo él de nuestra actitud ante los bienes, los dineros. Una estupenda ocasión para ver cómo nos movemos en este ámbito, pues toca a nuestra actitud ante el supuesto amor a Dios y, cuando afecta al bolsillo, al prójimo. El pobre, que recibe un nombre concreto, Lázaro (=Dios ayuda), y el denominado simplemente como “rico”. El primero es presentado con toda clase de detalles en la parábola de Jesús, con rasgos precisos como alguien conocido que tiene una historia personal, familiar. Prueba de que es el justificado por Jesús, no el rico. Pero no por rico, sino por obtuso por no ver a Lázaro y no darse cuenta de su situación. El cuadro que pinta san Lucas es, pues, sombrío, pues hay una persona degradada y humillada, pero querido y recordado por Dios y no una carga molesta. ¡Cuidado! Ahí somos nosotros fotografiados.

El Papa remarca que la Cuaresma es un tiempo propicio para abrir la puerta de nuestro corazón al otro, porque cada persona es un don, sea vecino nuestro o un pobre desconocido, y hemos de reconocer en él o en ella el rostro de Cristo. Los encontramos en nuestro camino, y no es preciso buscar mucho. Si hacemos esa lectura eclesial, según el Espíritu Santo, de este texto de san Lucas, la fuerza de la Palabra de Dios nos ayudará a abrir los ojos para acoger la vida de nuestros prójimos y amarla, sobre todo cuando es débil.

Otro aspecto del mensaje del Papa quiero subrayar: el pecado nos ciega, porque con frecuencia negamos que nos afecte. Por eso la parábola de Jesús es despiadada, al mostrar las contradicciones en las que se encuentra el rico (cfr. V. 19). Su riqueza es excesiva, y además la exhibía de manera habitual. En él se vislumbra la corrupción del pecado, según ese itinerario de caer en él que describe san Ignacio de Loyola cuando habla de las clases de hombre (o mujer): el amor al dinero, la vanidad y al soberbia. Y el dinero, que parece muy exterior a nosotros, puede llegar a dominarnos, a someternos a una lógica egoísta que no deja lugar al amor e impide la paz. Y además, nos hace, como al epulón, vanidosos y tener una apariencia que esconde un vacío: la de la dimensión más superficial y efímera de la existencia humana.

Sin duda que este evangelio del rico epulón y el pobre Lázaro nos ayuda bien para la Pascua que se acerca. Es parábola rica en matices, que aborda el amor a Dios que da la dignidad a todas las personas por lo que son, no por lo que tienes. Si te encuentras con Cristo en profundidad, verás cómo este texto se iluminará para ti y te ayudará a ti y a mí a realizar el camino de la conversión, redescubrir el don de la Palabra de Dios, y redescubrir a Cristo presente en los más necesitados.

+Braulio, Arzobispo de Toledo. Primado de España

Maestro, ¿dónde vives? Venid y lo veréis (Jn 1, 36-39)

En el inicio de la Cuaresma, que no olvidemos tiene como fin preparar la Pascua del Señor, ¿por qué no hacer todos una lectura espiritual y eclesial (“Lectio divina) del pasaje evangélico de Juan, 1,35-39? Nos vendría bien, puesto que ese relato precioso tiene que ver con nuestro seguimiento de Jesús que nos llama y nos invita a conocerlo mejor. Especialmente apropiado es para los jóvenes. Y explico por qué. El próximo Sínodo de Obispos, que tendrá lugar en octubre de 2018, el Papa Francisco ha querido que tenga como tema “Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”. Y precisamente, para esta ocasión, el “icono evangélico” que fije nuestra atención es este pasaje del evangelio de san Juan, donde Jesús pregunta a dos discípulos del Bautista: “¿Qué buscáis? Y ellos respondieron: Maestro, “¿dónde vives?”; a lo que respondió Jesús: “Venid y lo veréis”.

El texto habla del encuentro de Jesús con dos personas concretas: Andrés y, probablemente, el mismo Juan evangelista. Eran discípulos del Bautista, pero, después de estar con Jesús esa tarde, el impacto del encuentro de aquel día fue imborrable. Ese encuentro colmará las esperanzas de los dos que conocieron por primera vez a Jesús; y llenará de luz y de fuerza su vida en camino. Acontece aquí con estos discípulos lo que el Papa Benedicto XVI expresaba en aquella hermosa carta “Dios es amor”: únicamente se hace uno cristiano cuando se da ese encuentro con la persona viva de Cristo; no hay otra forma de llegar a ser discípulo: Jesús nos responde cuando preguntamos y, al mismo tiempo, nos pregunta, como ocurrió con Juan y Andrés. Y comienza un itinerario, que sigue y tiende a llegar a su culmen, hasta el final. Pero aquí es preciso que nosotros nos preguntemos si buscamos, si respondemos a las preguntas de Jesús: “¿Qué buscáis?”.

El documento que hace algunas semanas apareció para ese Sínodo de Obispos 2018 (llamado Lineamenta, esto es, materiales básicos para abordar el tema) contiene tres realidades: jóvenes, fe y discernimiento vocacional. Sin duda que es más urgente que los jóvenes comprendidos entre los 16 y los 29 años respondan a Jesús y se encuentren con Él en “su hoy”, porque están en una fase decisiva de su vida. Pero los que hemos podido pronunciar en nuestro “hoy” el sí a Cristo con la experiencia del encuentro con Él a los 15, 20, 40, 60 y más años, podemos seguir encontrándonos con Él, para continuar en su seguimiento. Cristo es el mismo, ayer, hoy y para siempre. Son muy apropiadas las palabras del Papa Francisco: “Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso… porque nadie queda excluido de la alegría proporcionada por el Señor” (Evangelii gaudium, 3).

Cuaresma es tiempo de fe, de discernimiento y de vocación, de llamada, aspectos de la vida cristiana que son inseparables. El hombre y la mujer, por definición, es vocación, recorrido hacia la meta, maduración, peregrino que con los demás va ofreciendo y recibiendo. Si hablamos de llamadas, Dios nos llama muchas veces: cuando fuimos creados a su imagen y semejanza al ser engendrados por nuestros padres; la segunda llamada es a formar parte de la Iglesia, cuando ella nos da a luz en el Bautismo y nos otorga la fe y el Evangelio. Ya dentro de la Iglesia, hay llamadas a vocaciones diferentes y todas excelentes (matrimonio cristiano, al ministerio sacerdotal, a la vida religiosa). Pero además, cada uno de nosotros es irrepetible, amado directamente por Dios en Cristo, y por ello recibido la llamada a ser nosotros mismos, respondiendo al diseño de Dios.

Cuaresma es momento de escuchar más la Escritura, orar con Cristo, examinar nuestra vida, pedir el auxilio del Señor, convertir los pasos de nuestra vida en la dirección de Dios. El Espíritu Santo nos proporciona la fuerza necesaria. No dudemos en abrir nuestro corazón. Pido al Señor por vosotros, con la intercesión de la Virgen, los Apóstoles y los Evangelistas.

Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo y Primado de España