Elevar un himno de acción de gracias

Les invito, queridos lectores, a una acción de gracias al Señor por tantos dones que nos ha dado en 2016; mi invitación quiere igualmente dirigirse a nuestro Dios y a abrirse a todo cuanto nos otorgue Él en 2017. Dios nos ha regalado sobre todo su Gracia en persona, esto es, el Don viviente y personal del Padre, que es su Hijo predilecto, nuestro Señor Jesucristo, nacido de la Virgen María.

Precisamente esta gratitud por los dones recibidos de Dios en el tiempo que se nos ha concedido vivir nos ayuda a descubrir un gran valor inscrito en el tiempo, esa dimensión de nuestra vida siempre misteriosa para nosotros. Marcado el tiempo en sus ritmos anuales, mensuales, semanales y diarios, está habitado por el amor de Dios, por sus dones de gracias; de este modo es tiempo de salvación. Es que el Dios eterno entró y permanece en el tiempo del hombre. Cuando la persona de Jesús, en efecto, entró y permanece en el mundo, entró y permanece en el tiempo de los hombres y mujeres como Salvador de mundo. Con mucha fuerza nos lo recuerda san Pablo: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo… para que reviéramos la filiación adoptiva” (Gál 4,4-5).

Tal vez con los ruidos y costumbres del fin de año (Nochevieja) no hemos entrado en la hondura de lo que supone para nosotros que el Eterno entre en el tiempo y lo renueva de raíz, liberando al hombre del pecado y haciéndolo hijo de Dios. Por eso estamos tan despistados a veces, envueltos en comidas y “bebidas”, fiestas y regalos, que no llenan el corazón. Ya “al principio”, o sea, con la creación del mundo y del hombre y la mujer, la eternidad de Dios hizo surgir el tiempo, en el que transcurre la historia humana, de generación en generación. Ahora, con la venida de Cristo y con su redención, estamos “en la plenitud” del tiempo. Como pone de relieve san Pablo, con Jesús el tiempo llega a su plenitud, a su cumplimiento, adquiriendo el significado de salvación y de gracia por el que fue querido por Dios antes de la creación del mundo.

Sí, hermanos, la Navidad nos remite a esta “plenitud” del tiempo, es decir, a la salvación renovada traída por Jesús a todos los hombres. Nos la recuerda y, misteriosa pero realmente, nos la da siempre de nuevo. Toda Navidad es siempre nueva. Nuestro tiempo humano está lleno de males, de sufrimientos, de dramas de todo tipo. Están provocados por la maldad de los hombres y aquí se incluyen hasta los males derivados de catástrofe naturales. Pero encierra ya a la vez este tiempo, y de forma imborrable, la novedad gozosa y liberadora de Cristo Salvador a lo largo del año.
Precisamente en el Niño de Belén podemos contemplar de modo particularmente luminoso y elocuente el encuentro de la eternidad de Dios con el tiempo de los hombres, como expresa con frecuencia la liturgia de la Iglesia. La Navidad nos hace volver a encontrar a Dios en la carne humilde y débil de un niño. ¿No hay aquí una invitación a nosotros a reencontrar la presencia de Dios y de su amor, que da la salvación también en las horas breves y fatigosas de nuestra vida cotidiana? ¿No es igualmente una invitación a descubrir que nuestro tiempo humano –también en los momentos difíciles y duros- está enriquecido incesantemente por las gracias del Señor, es más por la Gracia que es el Señor mismo?

Decimos a nuestro Dios: “Señor, Tú eres nuestra esperanza, no quedaremos defraudados para siempre”. Quien nos entrega en la Navidad a Cristo, nuestra esperanza, es siempre ella, la Madre de Dios, María santísima. Como hizo con los pastores y hará con los Magos, sus brazos y más aún su corazón siguen ofreciendo al mundo a Jesús, su Hijo y nuestro Salvador. En Él está toda nuestra esperanza, porque de Él han venido para todo hombre y mujer la salvación y la paz. Que Dios en Cristo, que quiso compartir nuestro tiempo, les guie en el nuevo año, para que así sea venturoso.

+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Toledo

Cantar la Navidad

“Hay que cantar la Navidad”, oíamos de pequeños, cuando pedíamos el aguinaldo y nos lanzábamos con nuestras voces a entonar los villancicos que conocíamos, que no eran pocos, algunos de los cuales, recuerdo, tenían letras muy teológicas que unían la Navidad a la Semana Santa, el nacimiento de Jesús a su muerte. Hoy también la gente canta en Navidad, pero menos y, en menor proporción, villancicos navideños. En ocasiones incluso he escuchado que para qué cantar si en nuestro mundo hay dolor, guerra, desamor, egoísmo, persecución por odio. Además, existen aquellos que la Navidad les trae nostalgia o recuerdos de seres queridos que ya no están. Pero hay que cantar. Veamos razones para ello.

El evangelio de la Misa de Medianoche (Misa del gallo) nos relata al final que una multitud de ángeles del ejército celestial alababa a Dios diciendo: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,14). La Iglesia ha amplificado en la Gloria esta alabanza, que los ángeles entonaron ante el acontecimiento de la Nochebuena, haciéndola un himno de alegría sobre la gloria de Dios: “Por tu inmensa gloria, te alabamos, te bendecimos, te damos gracias…”. Sí, hermanos, damos gracias a Dios por su belleza, por su grandeza, por su bondad, que en esta noche se manifiesta. La aparición de la belleza, de lo hermoso, nos hace alegres, sin querer preguntarnos por su utilidad. Estamos cansados de hacer cosas meramente útiles, eficaces… y nada más. La gloria de Dios, de la que proviene toda belleza, hace saltar en nosotros el asombro y la alegría.

Quien vislumbra a Dios siente alegría, y en esta noche vemos algo de su luz. Sin duda. Pero el mensaje de los ángeles habla también de los hombres a los que se desea la paz. ¿Qué hombres? “Paz a los hombres que Dios ama”. Pero san Jerónimo tradujo esta frase del griego de otro modo: “Paz a los hombres de buena voluntad”. ¿Con cuál nos quedamos? Leámoslas juntas para entender mejor. Sería, por ejemplo, equivocada una interpretación que entendiera que en Navidad solamente se da el obrar de Dios, como si Él no hubiera llamado al hombre y la mujer a una libre respuesta de Dios. Pero también errónea la interpretación moralizadora, según la cual, el ser humano podría con su buena voluntad redimirse a sí mismo. Ambas cosas van juntas: gracia y libertad; el amor de Dios, que nos precede, y sin el cual no podríamos amarlo, y nuestra respuesta, que Él espera y que incluso nos ruega cuando nace su Hijo.

El entramado de gracia y libertad, de llamada y respuesta, no lo podemos dividir en partes separadas una de otra. Las dos están indisolublemente entretejidas entre sí. ¿Saben por qué? Porque esta palabra es promesa y llamada a la vez. Dios, en efecto, nos ha precedido con el don de su Hijo. Una y otra vez, nos precede de manera inesperada. Pero no deja de buscarnos, de levantarnos cada vez que lo necesitamos. No abandona a la oveja extraviada en el desierto en que se ha perdido. Dios nos e deja confundir por nuestro pecado. Él siempre vuelve a comenzar con nosotros. Sin embargo, espera que amemos a los demás con Él. Nos ama para que nosotros podamos convertirnos en personas que aman junto con Él, y haya así paz en la tierra. Paz que falta y que es necesaria. Amor que falta, como falta justicia, como falta acercarnos al caído, al más pobre y abandonado, como sobran juicios duros sobre las personas.

Curiosamente san Lucas no dice que los ángeles cantaran: solamente que el ejército celestial alababa a Dios. Pero los hombres siempre han sabido que el habla de los ángeles es diferente al de los hombres; que precisamente en esta noche del mensaje gozoso éste ha sido un canto en el que ha brillado la gloria de Dios. Por eso, el canto de los ángeles ha sido percibido desde el principio como música que viene de Dios, más aún, como invitación a unirse al canto, a la alegría del corazón por ser amados por Dios. ¿Queréis uniros a este cántico? Para san Agustín, cantar es propio de quien ama. Os invito a asociaros llenos de gratitud a este cantar de todos los siglos, que une cielo y tierra, ángeles y hombres. Le pedimos al Señor que cada vez seamos más las personas que aman con Él, y que seamos hombres y mujeres de paz. Feliz Navidad para todos.

+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Toledo

Del malestar a la acogida de Dios en Navidad

A poco que hayamos conocido el de vivir la vida y la fe cristiana en nuestra sociedad del bienestar, caemos en la cuenta de que a nosotros, si comparamos cómo la viven en África o en lugares de Latinoamérica, nos falta la sencillez de una fe arraigada en la vida en común, capaz de sostener las penalidades y sufrimientos de tantas privaciones. Sin duda que es diferente a esta fe, muchas veces atormentada y problematizada, que conocemos entre tantos de nosotros, los católicos españoles. La alegría de la fe en las personas, especialmente en los niños, no es fácil percibirla en nuestra sociedad. No quiero con esta afirmación decir que volvamos a la precariedad de vida de los países de África o América, que es sin duda injusta.

Pero es necesario aprender y cambiar el corazón. Nuestra cultura ha perdido el camino y no encuentra remedios eficaces para recuperarse. Llegamos a poner en duda los frutos de la civilización que nos vio nacer. ¿Qué nos pasa a los europeos? Y, de manera singular, ¿qué nos pasa a los cristianos europeos? Será difícil guiar por “los caminos del bosque” de nuestra sociedad, pero no podemos seguir en una sociedad del mero espectáculo o de un consumismo rampante. Porque el malestar que sentimos no se puede explicar limitándose a los factores económicos de la crisis, aunque haya sido grave en los últimos años. Ahí está, por ejemplo, la caída dramática de la natalidad y las dificultades crecientes para integrar la emigración. ¿Y qué decir de los fundamentalismos y los populismos?

¿En qué consiste esa pérdida de confianza ante la propia experiencia de vida? En que no conseguimos que el conocimiento de nosotros mismos, de los demás y del mundo conserve su carácter de signo del fundamento, de ese misterio al que todos llaman Dios. Que no tenemos gramática para leer lo que la realidad nos dice. Y así se pone en peligro la razón, la libertad y la misma realidad. Se encienden las alarmas de peligros que nos acechan. Es la dimensión antropológica (lo que somos como hombres y mujeres) y religiosa la que nos está fallando para que haya una válida convivencia y una paz en nuestra sociedad.

¿Quién ha fallado? Tal vez, todos. Por lo que se refiere a los cristianos, ya dijo Juan Pablo II que “una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida” (Juan Pablo II, discurso el 16 de enero de 1982). El Papa con esto no quería decir que la fe se diluya hasta trocarse en mera cultura; reivindica la capacidad de la fe para modificar a fondo lo que mueve a la gente a un modo concreto de vivir y pensar las grandes cuestiones que afectan a la vida. Para superar nuestras dificultades necesitamos comprender el cristianismo y la fe cristiana de modo que sintamos que Cristo es un acontecimiento que nos ha sucedido y nos sucede; y además que esta fe en Jesús tiene una racionalidad propia de este acontecimiento singular de la historia que es la aparición del Hijo de Dios en ella, su nacimiento.

El anuncio cristiano, pues, tiene la pretensión de suscitar una “novedad inaudita, que da a la vida un horizonte nuevo y con ello una decisión decisiva”. Son aquellas famosas palabras de Benedicto XVI, que retoma el Papa Francisco en “La alegría del Evangelio”, n. 7: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, 1).

Podemos vivir la celebración de la Navidad desde este horizonte: no es algo que sucedió y su eco ha ido perdiéndose en el transcurso del tiempo; es el misterio del acercamiento y salvación de la humanidad, que comienza con el nacimiento de Jesús. Toda una caricia de ternura de Dios Padre, que realiza un intercambio con nosotros inaudito y asombroso. Es su Venida, preludio de la que sucederá la final de los tiempos, pero que ya ha comenzado de un modo misterioso. Gocemos en ella. Feliz Navidad.

Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo y Primado de España

Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María

Queridos hermanos:
Los que pretenden negar el dogma católico de la Inmaculada Concepción dicen que no se puede eximir a María de lo que es válido universalmente para todos los hombres y mujeres, es decir, de la culpa original. Es justo lo que dicen. También Ella, naciendo, participa de la naturaleza de Adán pecador. Pero tenemos el testimonio de Evangelio que la presenta como la “llena de gracia” (Lc 1,28). Y esta plenitud de la gracia no es compatible con el pecado. “El Padre la ha predestinado –escribe san Juan Damasceno- pero la virtud santificadora del Espíritu la ha visitado, purificado, la ha hecho santa, por así decir, la ha empapado”. En la Tradición cristiana, pues, María es la “zaraza ardiente” que se consume interiormente en el fuego del Espíritu Santo.

Pero ahora debemos preguntarnos: ¿Qué significa «María, la Inmaculada»? ¿Este título tiene algo que decirnos? La liturgia de hoy nos aclara el contenido de esta palabra con dos grandes imágenes. Ante todo, el relato maravilloso del anuncio a María, la Virgen de Nazaret, de la venida del Mesías. El saludo del ángel está entretejido con hilos del Antiguo Testamento, especialmente del profeta Sofonías 3,12-20. Nos hace comprender que María, la humilde mujer de provincia, que proviene de una estirpe sacerdotal y lleva en sí el gran patrimonio sacerdotal de Israel, es el «resto santo» de Israel, al que hacían referencia los profetas en todos los períodos turbulentos y tenebrosos. En ella está presente la verdadera Sión, la pura, la morada viva de Dios. En ella habita el Señor, en ella encuentra el lugar de su descanso. Ella es la casa viva de Dios, que no habita en edificios de piedra, sino en el corazón del hombre vivo.

Ella es el retoño que, en la oscura noche invernal de la historia, florece del tronco abatido de David. En ella se cumplen las palabras del salmo: «La tierra ha dado su fruto» (Sal 67, 7). Ella es el vástago, del que deriva el árbol de la redención y de los redimidos. Dios no ha fracasado, como podía parecer al inicio de la historia con Adán y Eva, o durante el período del exilio babilónico, y como parecía nuevamente en el tiempo de María, cuando Israel se había convertido en un pueblo sin importancia en una región ocupada, con muy pocos signos reconocibles de su santidad. Dios no ha fracasado. En la humildad de la casa de Nazaret vive el Israel santo, el resto puro. Dios salvó y salva a su pueblo. Del tronco abatido resplandece nuevamente su historia, convirtiéndose en una nueva fuerza viva que orienta e impregna el mundo. María es el Israel santo; ella dice «sí» al Señor, se pone plenamente a su disposición, y así se convierte en el templo vivo de Dios.

La segunda imagen es mucho más difícil y oscura. Esta metáfora, tomada del libro del Génesis, nos habla de una gran distancia histórica, que sólo con esfuerzo se puede aclarar; sólo a lo largo de la historia ha sido posible desarrollar una comprensión más profunda de lo que allí se refiere. Se predice que, durante toda la historia, continuará la lucha entre el hombre y la serpiente, es decir, entre el hombre y las fuerzas del mal y de la muerte. Pero también se anuncia que «el linaje» de la mujer un día vencerá y aplastará la cabeza de la serpiente, la muerte; se anuncia que el linaje de la mujer —y en él la mujer y la madre misma— vencerá, y así, mediante el hombre, Dios vencerá. Si junto con la Iglesia creyente y orante nos ponemos a la escucha ante este texto, entonces podemos comenzar a comprender qué es el pecado original, el pecado hereditario, y también cuál es la defensa contra este pecado hereditario, qué es la redención.

¿Cuál es el cuadro que se nos presenta en esta página? El hombre no se fía de Dios. Tentado por las palabras de la serpiente, abriga la sospecha de que Dios, en definitiva, le quita algo de su vida, que Dios es un competidor que limita nuestra libertad, y que sólo seremos plenamente seres humanos cuando lo dejemos de lado; es decir, que sólo de este modo podemos realizar plenamente nuestra libertad.
El hombre vive con la sospecha de que el amor de Dios crea una dependencia y que necesita desembarazarse de esta dependencia para ser plenamente él mismo. El hombre no quiere recibir de Dios su existencia y la plenitud de su vida. Él quiere tomar por sí mismo del árbol del conocimiento el poder de plasmar el mundo, de hacerse dios, elevándose a su nivel, y de vencer con sus fuerzas a la muerte y las tinieblas. No quiere contar con el amor que no le parece fiable; cuenta únicamente con el conocimiento, puesto que le confiere el poder. Más que el amor, busca el poder, con el que quiere dirigir de modo autónomo su vida. Al hacer esto, se fía de la mentira más que de la verdad, y así se hunde con su vida en el vacío, en la muerte.

Amor no es dependencia, sino don que nos hace vivir. La libertad de un ser humano es la libertad de un ser limitado y, por tanto, es limitada ella misma. Sólo podemos poseerla como libertad compartida, en la comunión de las libertades: la libertad sólo puede desarrollarse si vivimos, como debemos, unos con otros y unos para otros. Vivimos como debemos, si vivimos según la verdad de nuestro ser, es decir, según la voluntad de Dios. Porque la voluntad de Dios no es para el hombre una ley impuesta desde fuera, que lo obliga, sino la medida intrínseca de su naturaleza, una medida que está inscrita en él y lo hace imagen de Dios, y así criatura libre.
Si vivimos contra el amor y contra la verdad —contra Dios—, entonces nos destruimos recíprocamente y destruimos el mundo. Así no encontramos la vida, sino que obramos en interés de la muerte. Todo esto está relatado, con imágenes inmortales, en la historia de la caída original y de la expulsión del hombre del Paraíso terrestre.

Queridos hermanos y hermanas, si reflexionamos sinceramente sobre nosotros mismos y sobre nuestra historia, debemos decir que con este relato no sólo se describe la historia del inicio, sino también la historia de todos los tiempos, y que todos llevamos dentro de nosotros una gota del veneno de ese modo de pensar reflejado en las imágenes del libro del Génesis. Esta gota de veneno la llamamos pecado original.

Precisamente en la fiesta de la Inmaculada Concepción brota en nosotros la sospecha de que una persona que no peca para nada, en el fondo es aburrida; que le falta algo en su vida: la dimensión dramática de ser autónomos; que la libertad de decir no, el bajar a las tinieblas del pecado y querer actuar por sí mismos forma parte del verdadero hecho de ser hombres; que sólo entonces se puede disfrutar a fondo de toda la amplitud y la profundidad del hecho de ser hombres, de ser verdaderamente nosotros mismos; que debemos poner a prueba esta libertad, incluso contra Dios, para llegar a ser realmente nosotros mismos. En una palabra, pensamos que en el fondo el mal es bueno, que lo necesitamos, al menos un poco, para experimentar la plenitud del ser.

Pensamos que Mefistófeles —el tentador— tiene razón cuando dice que es la fuerza «que siempre quiere el mal y siempre obra el bien» (Johann Wolfgang von Goethe, Fausto I, 3). Pensamos que pactar un poco con el mal, reservarse un poco de libertad contra Dios, en el fondo está bien, e incluso que es necesario.

Pero al mirar el mundo que nos rodea, podemos ver que no es así, es decir, que el mal envenena siempre, no eleva al hombre, sino que lo envilece y lo humilla; no lo hace más grande, más puro y más rico, sino que lo daña y lo empequeñece. En el día de la Inmaculada debemos aprender más bien esto: el hombre que se abandona totalmente en las manos de Dios no se convierte en un títere de Dios, en una persona aburrida y conformista; no pierde su libertad. Sólo el hombre que se pone totalmente en manos de Dios encuentra la verdadera libertad, la amplitud grande y creativa de la libertad del bien. El hombre que se dirige hacia Dios no se hace más pequeño, sino más grande, porque gracias a Dios y junto con él se hace grande, se hace divino, llega a ser verdaderamente él mismo. El hombre que se pone en manos de Dios no se aleja de los demás, retirándose a su salvación privada; al contrario, sólo entonces su corazón se despierta verdaderamente y él se transforma en una persona sensible y, por tanto, benévola y abierta.

Cuanto más cerca está el hombre de Dios, tanto más cerca está de los hombres. Lo vemos en María. El hecho de que está totalmente en Dios es la razón por la que está también tan cerca de los hombres. Por eso puede ser la Madre de todo consuelo y de toda ayuda, una Madre a la que todos, en cualquier necesidad, pueden osar dirigirse en su debilidad y en su pecado, porque ella lo comprende todo y es para todos la fuerza abierta de la bondad creativa.

En ella Dios graba su propia imagen, la imagen de Aquel que sigue la oveja perdida hasta las montañas y hasta los espinos y abrojos de los pecados de este mundo, dejándose herir por la corona de espinas de estos pecados, para tomar la oveja sobre sus hombros y llevarla a casa.

Como Madre que se compadece, María es la figura anticipada y el retrato permanente del Hijo. Y así vemos que también la imagen de la Dolorosa, de la Madre que comparte el sufrimiento y el amor, es una verdadera imagen de la Inmaculada. Su corazón, mediante el ser y el sentir con Dios, se ensanchó. En ella, la bondad de Dios se acercó y se acerca mucho a nosotros. Así, María está ante nosotros como signo de consuelo, de aliento y de esperanza. Se dirige a nosotros, diciendo: «Ten la valentía de osar con Dios. Prueba. No tengas miedo de él. Ten la valentía de arriesgar con la fe. Ten la valentía de arriesgar con la bondad. Ten la valentía de arriesgar con el corazón puro. Comprométete con Dios; y entonces verás que precisamente así tu vida se ensancha y se ilumina, y no resulta aburrida, sino llena de infinitas sorpresas, porque la bondad infinita de Dios no se agota jamás».

En este día de fiesta queremos dar gracias al Señor por el gran signo de su bondad que nos dio en María, su Madre y Madre de la Iglesia. Queremos implorarle que ponga a María en nuestro camino como luz que nos ayude a convertirnos también nosotros en luz

Decisión y ánimo

Estas dos palabras apuntan al corazón humano, a la hora de vivir la vida de testigo de Jesucristo. Las necesitamos para que, siempre con la gracia de Dios que precede y culmina nuestra acción, el bien común se difunda a todos los demás. Cercana la Navidad, quiera Dios que nuestras persona estén implicadas en el testimonio de Jesucristo que llega, y preparemos su llegada sin conceder nada a cuando de pagano se adhiere a Navidad. Esta fiesta cristiana es, sin duda, el inicio del misterio pascual de Jesucristo y se centra en Él que nace y que vendrá al fin de los tiempos.

Pero los discípulos de Cristo, sobre todo los fieles laicos, han de tener también decisión y ánimo en la sociedad en la que viven, pues su presencia creyente sirve para mejorarla, sin duda. Precisamente la esperanza es decisión y ánimo de cara al futuro, siempre poblado de posibilidades y de inquietudes. Ahora que se ha normalizado la actualidad pública del Gobierno de España y del Parlamento, pueden darse condiciones para caminar esperanzadamente de cara a ese futuro inmediato. Pero sería importante que se dieran algunas condiciones. A ellas aludía el Presidente de la Conferencia Episcopal Española en su discurso de apertura de la CVIII Asamblea Plenaria (21-25 noviembre de 2016).

“La esperanza y el pasado no se pueden separar”. Algo muy cierto, porque en nuestra historia como nación hay motivos para la humillación y para la gloria. Muchas cosas debemos recordar para corregirnos; es razonable. Pero lo es igualmente que nos sintamos legítimamente orgullosos de muchos hechos y acontecimientos de nuestra historia, reciente y antigua. ¿Por qué participar de esa tendencia tan española de sentir que hay que empezar de nuevo cada cierto tiempo, arrasando con todo lo anterior porque los que lo hicieron lo hicieron todo mal y tiene que desaparecer?

La corrupción con tantas personas implicadas y los diversos focos de contaminación ha degradado el servicio público. Es cierto: la falta de honradez causa irritación. Es así realmente, pero hay un modo de salir de esta situación: que cedan los partidismos en favor del bien común. Dejemos de ser maniqueos. Si deseamos reformar importantes proyectos fundamentales, todos debemos converger para el bien del interés general. Están en juego muchas cosas. Decía hace bien poco el Papa Francisco: “Si no hay diálogo habrá gritos”.

Y el diálogo en nuestra sociedad supone compartir una historia, tener planteados unos problemas comunes y buscar entre todos su respuesta, pero sobre la base de formar parte de la misma sociedad. Ha sido esta misma sociedad la que se ha dado unas leyes fundamentales. Las legítimas diversidades, y el respeto a ellas, necesita una amplia y fundamental base compartida y no rupturas que no se entenderían. Es una tentación constante en España pensar que no tenemos remedio. Nosotros, como católicos hemos de tener el debido respeto a nuestros conciudadanos, a sus opciones legítimas.

Pero también es legítimo decir que Dios y el hombre no son competitivos. Y nos parece desacertado afirmar que Dios debe ser excluido del horizonte mental para que el hombre actúe con responsabilidad de adulto. La obediencia a la Ley de Dios no lleva consigo la humillación del hombre, mientras que el olvido de Dios repercute negativamente en la vida personal y social de los hombres. Por ello, los cristianos subrayamos la dignidad de la persona, centro y sentido de las instituciones; el respeto a la vida de las personas en todo el recorrido de su existencia desde su generación hasta su muerte; la educación en la verdad y la libertad; la familia como ámbito humanizador fundamental. La familia vence la soledad y de su salud depende en gran medida la salud de la sociedad. Son verdades que se contienen en lo que Dios nos ha revelado.

Para nosotros queda como señal de nuestra pertenencia a Cristo las palabras del Señor: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y mi visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25, 35-36). Como ha recordado el Papa Francisco en su última carta apostólica “Misericordia et misera”: “En una cultura frecuentemente dominada por la técnica, se multiplican las formas de tristeza y soledad en las que caen las personas, entre ellas muchos jóvenes… Se necesitan testigos de la esperanza y de la verdadera alegría para deshacer las quimeras que prometen una felicidad fácil con paraísos artificiales” (n. 3). Es una buena razón para decidirnos y animarnos a vivir la Navidad.

Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo y Primado de España

El Reino de Dios está dentro de vosotros

Muy saludable es para los cristianos meditar en Adviento y el sentido que éste tiene hoy para nosotros. “Adviento” es venida: celebración de la venida de Jesús en carne mortal (Navidad) y preparación para la segunda venida del mismo Jesús, Señor, en el horizonte de la vida de cada uno de los cristianos y al final del tiempo. Se dice que el horizonte es una línea imaginaria que se aleja cuando más cercana parece. Pero yo no puedo presentar de esta manera la llegada del reino de Dios, ni la de Cristo en su última y definitiva venida. Pero, ¿tenemos signos de cuándo será esa llegada?

Es verdad que, en dos mil años, el Cristianismo ha llegado a todas las partes del mundo, pero esta llegada de la sociedad cristiana o de los cristianos en todo el planeta a cualquier sociedad humana no se puede identificar con el Reino de Dios prometido por Cristo, que está, principalmente, en el corazón de los hombres. Sin embargo, en el corazón solo Dios ve. Por eso, evitaremos siempre los dos extremos: quejarnos de los pocos cristianos verdaderos que hay hoy en el mundo o presumir demasiado de lo grande que es la Iglesia Católica, con más de mil doscientos millones de bautizados. Estamos ante el misterio de Dios; solo sabemos que Dios quiere salvar a todos, pero ignoramos cómo y cuándo.

La verdades de fe siempre tienen dos aspectos, o, si queremos, dos puntos de vista desde dónde contemplarlas y que se complementen mutuamente. Así es también en esta verdad del reino de Dios que llega con la venida de Cristo. En primer lugar, el reino de Dios es interior, invisible; pero Dios invisible, por otro lado, se manifiesta también exteriormente. Queremos decir que la revelación de Dios en la tierra es la Iglesia y el Espíritu Santo está entre nosotros.

En el Concilio Vaticano II se discutió largamente si la Iglesia interior, invisible, se identifica con la institución eclesiástica que vive en la sociedad actualmente. Este fue un engorroso problema en la época de la Reforma protestante. Los padres conciliares establecieron que la realidad invisible es incomparablemente más rica y más perfecta. Pero la organización exterior, la liturgia, los signos sagrados, nos introducen en la unión con Cristo: cuando, por ejemplo, oramos juntos y participamos en la Eucaristía somos conscientes de que Dios está entre nosotros, para que se realice su Reino en el cielo y en la tierra, empezando por nuestro corazón.

Ahora, durante la celebración litúrgica, Él viene a nosotros sobre el altar pero, un día, vendrá en la plenitud de su gloria. Los predicadores siempre hablan de ese día como el día del juicio, para empujar a la conversión y a la penitencia. Ese día habrá condena del mal, y significa la victoria del bien y, por eso, los primeros cristianos esperaban con ansia ese día; pero igualmente lo esperan los cristianos de todos los tiempos. ¿También nosotros ahora lo seguimos esperando? Tal vez con mucha menos intensidad. Ellos oraban, como nos dice el NT pidiendo: “Marana tha, ven Señor Jesús” (1 Cor 16,22), y tenían como muy cierto que Jesús, en el libro del Apocalipsis, contesta: “Mirad, yo vengo pronto y traeré mi recompensa conmigo para dar a cada uno según sus obras. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último” (Ap 22,12-13). “Sí, yo vengo pronto. Amén. ¡Ven, Señor Jesús!”. Son las últimas palabras de la Biblia.

Sobre esta venida, he aquí las palabras de un gran predicador cristiano: “Esta es la diferencia entre la Escritura y el mundo. Si juzgáis por la Sagrada Escritura esperaréis siempre a Cristo; si juzgáis por el mundo, no le esperaréis nunca. El hecho es que, pronto o tarde, debe venir algún día. Los hombres mundanos se burlan ahora de nuestra incapacidad para discernir su venida. Pero, cuando Él venga, ¿de quién será la falta de juicio?, ¿de quién será la victoria? ¿Y qué piensa el Señor de esta burla de ahora? Nos previene expresamente, a través de su apóstol, contra quienes se burlan y dicen: ¡A dónde fue a parar la promesa de su Venida? Pues desde que murieron los padres todo sigue como al principio de la creación…” Pero una cosa no podéis ignorar, queridos míos –continúa san padre-: que ante el Señor un día es como mil años y mil años como un día (2 Pe 3,4-8)” (J. Henry Newman, Esperando a Cristo, Madrid 2016, p.93)

+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Toledo